miércoles. 09.10.2024
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Aquella ciudad de México

Blanca Parra

Aquella ciudad de México

No he olvidado mi vida en esta gran ciudad que me recibe como si no hubieran transcurrido 24 años desde que decidí mudarme a un lugar donde mi hijo pudiera crecer en un ambiente más relajado y seguro, donde pudiera salir solo a la calle y jugar en las banquetas; donde los conocidos colaboraran en su cuidado.

Ha cambiado, por supuesto. Sorprende saber que el número de residentes apenas se incrementó en un millón, aproximadamente, en los poco más de veinte años desde que salí de ella (es más fácil saber esto a través de Wolfram Alpha que del INEGI, por cierto). La zona conurbada, en cambio, ha crecido desmesuradamente. De ello dan cuenta los cerros llenos de casas, en los alrededores. Lo que sí se ha incrementado es el número de personas que circulan por sus calles y la cantidad de vehículos que la convierte en una pesadilla, durante el día, a menos que uno pueda desplazarse caminando.

La centralización de los servicios educativos y de gobierno provoca que la gente necesite pasar el día en sus calles corriendo al trabajo, a la escuela, a realizar trámites, etc., y consumiendo en la infinidad de puestos de comida y de todo tipo de comercios que se han adueñado de las banquetas y las esquinas, excepto en zonas de gran turismo y grandes negocios como las avenidas Reforma, Juárez y Madero. Los automóviles saturan las avenidas, mientras que el sistema colectivo de transporte es una experiencia extrema en horas pico.

Por fortuna conozco lo suficiente la ciudad de mi adolescencia y primera juventud, y puedo recorrerla caminando a buen paso. Eso sí, conviene recuperar la esencia chilanga y evitar parecer turista. Una observación en el metro permite darse cuenta de que las mujeres nos vestimos con jeans o leggings; dependiendo de la edad o la inconsciencia, usamos calzado con tacón muy bajo (tenis, flats, etc.) y una bolsa simple en bandolera. Nadie ostenta joyería ni celulares caros. Preferiblemente, utilizar los vagones del frente del tren; la decisión de reservarlos para mujeres en las horas pico va haciendo que los varones se queden en la los posteriores.

Los vendedores vagoneros siguen con su chamba, a todas horas. La novedad es que ahora incluyen pequeños de unos ocho años. A este mismo vagón subieron dos: uno vestido en calzón de manta y descalzo; el otro, con atuendo regular para un vagonero miniatura. No descendieron en la estación siguiente a donde abordaron. El del calzón de manta se quedó observando los rieles en un viaje entre tres estaciones; el otro se sentó con la mirada perdida y descendió unas cuatro estaciones después. Ninguno tiene mirada de niño, por supuesto. Y ninguno de los dos crecerá teniendo lo que prometen las campañas gubernamentales.

Como hace 50 años, para mí la ciudad fue amable y generosa, proporcionándome bellos atardeceres, amables sonrisas y recreando mis recuerdos.

Los vecinos de Santa María la Ribera, mi hogar a los 17 años, me advirtieron de la violencia y el crimen que se ha apoderado de la zona; luego, a propósito de mi post en Instagram del bellísimo kiosco morisco de su Alameda, me enteré de que los vecinos tratan de rescatar una a una sus calles. Ni vi signos de violencia ni hubo intentos de molestarme en cualquier forma. Todo lo contrario, la gente me trató como si yo siguiera siendo su vecina, en una bella mañana que terminó frente a la que fue mi casa en el más hermoso periodo de mi vida. Deteriorada su fachada, modificada por esa horrible puerta y el toldo que señalan que ahora alberga algún comercio.  

Esos cambios, sin embargo, se observan en muchas casas del centro de la ciudad: de la calzada de los Maestros al Eje Central, de Tlatelolco a avenida Juárez, que es todo lo que caminé.

Un viaje originalmente planeado para asistir a una exposición que realmente no me aportó mucho, terminó siendo la celebración de mis bodas de oro con la ciudad en la que definí quién soy y qué hago. La ciudad en la que el azar, ese tan caprichoso azar, me llevó a encontrar al paisano, vecino de mi abuela y de mis amigas, que sigue siendo la mejor y más querida experiencia de mi vida no familiar; la ciudad en la que viví las experiencias que me marcaron y me hicieron despertar duramente a la realidad de este país.

Me reconozco chilanga.