martes. 16.04.2024
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Promesas cumplidas (Estilo y forma de la venganza) | Hortera Files (XI)

Ricardo García

Promesas cumplidas (Estilo y forma de la venganza) | Hortera Files (XI)

Al desliz de un Cupido insolente
le debo la vida,
al amor el amor de la gente
en los tiempos del sida

J. Sabina

A las once y media me encontraba en la calle de Alonso, abriéndome paso entre la muchedumbre que intentaba pasar al antro del número 27. Pasé frente al Mesón de San Antonio, y decidí cortar camino por la arquería que da a la calle Luis González. En la pequeña plaza de Sardaneta observé un solitario vendedor de dulces que guardaba la mercancía de su carrito. Arreciaba el frío. Sentí cómo se iba metiendo entre las suelas de las botas, así que decidí meterme en el café Italiano de la esquina. Escuché a lo lejos la sirena de una ambulancia. Tres policías corrían en tropel en dirección a San Roque. Imaginé que ya estarían atendiendo al fotógrafo.

Pedí un expreso doble. El café estaba vacío, sólo una mesera bajita controlaba el lugar. Justo cuando me preparé para salir, un hombre iba entrando a la cafetería. Por su caminar deduje que era artista. Me detuve un poco y escuché que comenzó a narrar una historia violenta. Acaban de medio matar a Luis Estrada, el fotógrafo de San Roque. Lo hallaron tirado en media plaza y dicen que va a perder un ojo. Que utilizaron una navaja o algún objeto punzocortante y que fueron como siete vándalos.

Sonreí complacido y salí del lugar dejando una propina generosa.

Esa madrugada comenzó a llover. Se estuvo oyendo el bramido del agua desde que los cuetes explotaban en la punta del campanero de Belén. Entonces di vueltas en la cama, ya sin dormir, hipnotizado, viendo cómo las gotas iban a darse de cara contra el vidrio de la ventana y escurrían hasta desaparecer, y cada vez que pensaba, pensaba en Marlene. La recordé otra vez porque Celina estuvo muy impaciente y quería que nos viéramos en su casa. Entonces aproveché para pedirle una cita con Clarisa Pontones. Con el pretexto de hacer justicia, etcétera.

En la contestadora de la casa había un mensaje: “Clarisa te espera mañana por la mañana. Ciao. Ya tienes la dirección. Besos. Celina”. Volví a pensar en Marlene.

Pude levantarme sin muchos ánimos hasta la cocina, donde preparé un café y miré los resultados de la autopsia de Rosendo. Las cosas no cuadraban de ninguna manera y era mejor, porque me daba una fuente de ideas acerca de los muertos y los móviles. Alguna rapiña política. Aún no estaba a punto con Roca, pero estaba cerca, debería cobrar, de cualquier manera, una deuda.

Después de ducharme salí resuelto a entrevistarme con Clarisa. Una nube de pájaros llegaba en desbandada a cagar los autos estacionados en el jardín de embajadoras, y al cruzarlo pisé el acelerador. El barrio de la Alameda, amontonándose a empujones sobre la inclinación del monte y la roca que se desbarata cada vez que llueve. Sortee algunas piedras tendidas en el asfalto hasta llegar a la curva de la Panorámica, donde miré algunos perros hurgando encima de los basureros. No había gente en la calle. La lluvia o el frío siempre espanta a los de a pie y es preferible tirarse en un café del barrio o quedarse en casa mirando la televisión.

El panteón de Santa Paula, a lo lejos, parecía que dejaba entrar la lluvia convertida en brisa y la cantera de su fachada cambiada de color al humedecerse. Desde la panorámica de la Preparatoria parece verse el techo de la ciudad, con esas nubes bajas y esos hilos gruesos de agua justo en el centro de las casas revueltas, daba una figura celestial. Llegué entonces a la casa de la señora Clarisa Rodríguez. Bajé por los escalones rotos y enseguida encontré el número 234 colocado en una placa de cerámica de San Luisito. “Familia Rodríguez. #234”. La puerta era metálica y un timbre musical daba el llamado mientras oprimía el botón. Tardó algunos segundos en abrirme y con ropa enlutada sonrió.

–Buenos días, pásale —me recibió la mujer, con una sonrisa muy estirada. Olía a perfume barato, a alcanfor y aceite quemado. De unas jaulas colgaban pericos que decían algo incomprensible. Clarisa dio unas palmaditas en los hierros de la jaula. Me llevó hasta una salita compacta, de muebles rojos, viejos. Una chimenea falsa adornaba el cuarto y encima fotografías de la escuela de escritores tapizaban la pequeña cornisa de la chimenea. Una foto de Rosendo coronaba un altar. Me senté primero en el sillón más grande y ella se sentó a mi lado.

—¿No quieres un café? −dijo tímidamente.

Sin ser bonita, se hallaba en una edad atractiva. Los rasgos delataban que había pasado por días difíciles, por años difíciles, pero que en un momento fue feliz. La cara traslúcida, como si la sangre fuera de color azul, delineaba un remanso de paz entre las cejas. Las manos eran callosas, con algunos cortes y quemaduras de aceite, sin embargo estaban lustradas, recién humedecidas con crema.

—No, gracias —respond, tratando de evitar que se levantara de la sala. Y dejé que continuara con las palabras. En la cara podemos ver que hay gente en el silencio, y a la menor provocación, echan una enredadera de sonidos, de gritos, de ampollas que revientan en palabras, y la carga va haciéndose menor.

—Bueno, vamos al grano. Celina me habló de ti —Clarisa empezó a hablar. Al principio no hacía más que saltar de un tema a otro, en una marea entre el pasado y presente, lo que hizo que tardara en orientarme y establecer un orden de los acontecimientos. Todo está en su libro, afirmó, todos los nombres, fechas, todos los hechos esenciales, y no había razón para volver a los detalles de la vida de Rosendo antes de su desaparición. Lo importante era lo que había marcado el derrotero de Rosendo como hombre de carne y hueso, el tiempo que había pasado en Guanajuato escribiendo y dirigiendo talleres literarios. Esos talleres y las parrandas que en ellos ocurría, eran la razón por la que ella creía que estaba allí. Daba igual que hubiera estafado a una veintena de señoras, que se hubiera acostado con todas ellas; sólo importaba que Clarisa dijera claramente cuál era la razón para asesinarlo, los enemigos, las pasiones.

No tenía sentido enumerar los diversos oficios que desempeñó antes de convertirse en escritor y menos aún la paliza que recibió cuando llegó a León después de abandonar a su mujer en París. Yo sabía lo que necesitaba saber de Rosendo Vall. Su experiencia en la industria de la literatura terminó amargándole la existencia, entró en un hoyo negro de políticas culturales de las que su alma de poeta no pudo pagar el precio.

Clarisa señaló las fotografías de la chimenea y me miró pausadamente, como queriendo reconocer mi intención. Al mirar a Rosendo un calambre me mordía en el estómago; era como una ráfaga de veneno, un ungüento contra los ardores del recuerdo. Parecía mirar a alguien muy cercano a mí. Me daba pena. Le dije que yo era amigo y que sólo quería ayudar a los propósitos de mi cliente. La justicia otra vez. Asentí con la cabeza.

—Entonces, yo ayudé a redactar el libro de Rosendo. Estuve varias horas metida en la biblioteca, entrevistando gente, conversando con quienes eran posibles personajes. Me había dicho que mi intervención era para darle el matiz femenino a un personaje de mujer. Estuvimos así por casi un año. Vivió en mi casa y no fue hasta que lo contrataron en la Universidad como maestro. Unos meses antes de la desaparición, una alumna sobresaliente le había pedido una entrevista. La niña, de unos dieciocho años, de nombre Casandra Roca, llegó a casa como a las cinco de la tarde y a las siete trataba de arrancarle los huevos a Rosendo. No estaban para coger, era una niña. Las dotes de seducción de los poetas son rápidas y decisivas. Rosendo era así. Todo hubiera quedado por un acostón, un acostón que nunca se logró, pero la chica comenzó a desvariar. Traía diariamente textos, buscaba en la madrugada a Rosendo, se infringía araños y golpes para después culparlo de un ataque de sus queridas. Eso de que había encontrado la poetisa fue una historia que haría su madre, Andrea Roca. La chamaca no era más que pura basura, y no lo digo por defender a Rosendo, porque él tenía lo suyo, era un cabrón, pero cuando uno ama, se da sin concesiones. Si algo aprendí de Rosendo fue a escribir, a comunicarme por medio de palabras, y supe que a mi edad, cuando la vida se va, el escribir la vuelve.  

La mujer me miró abatida por los recuerdos. Sabía que todos los muertos son buenos.

—Y uno nunca sabe. Una noche, cuando acababa de ver la telenovela, llegó antes de hora a la casa. Tenía una cara larga y me llevó hasta la recamara. Allí se quitó la chamarra y sacó un manojo de papeles, buscó otros, el texto del libro que estábamos escribiendo. Guárdalos, me dijo, no los vayas a perder. Escóndelos bien. Y salió por donde vino. Nomás me dio un beso en la frente. Y otro a mi hija. Tomó el dinero de las publicaciones y dijo que al rato venía, que tenía una reunión con el editor, pero ese rato se hizo eterno; lo que sea de cada quien, Rosendo nunca faltaba a su casa. Borracho, borracho, pero llegaba, así fueran las seis de la mañana. Entonces me preocupé. Lo del dinero no, no fue robo. Rosendo pagó antes de morir, pagó una cuota que lo tenía preocupado. Le encendí un cirio al Señor de Villaseca para que me lo trajera con bien, pero nada; entonces fui a la policía y de la policía me mandaron a la morgue. Vi su cabeza, y no más.

 Clarisa echó a llorar. El mundo de pesares le cayó encima mientras oía sus palabras dar brincos y repasar las situaciones; su cabeza se inclinó para protegerse de mi mirada, como si no quisiera llorar en público.

Tomé sus manos y ella echó la cabeza en mi cuello. Le acaricié el pelo, los hombros, la nuca, pero no podía decir ni un lo siento. La imagen de Marlene volvía a la carga, pero nomás recordar a Rosendo, por extraño que parezca, exaltaba los motivos para llorar, para compartir mi llanto, para reconocer que hay gente cabrona y gente pendeja, para reconocerme en alguien que no entendía. Clarisa levantó la cabeza y me miró a los ojos. Sus pechos exponían entre nosotros una conjunción maravillosa, el nudo que nos ataba era un profuso manantial de sentimientos. Ahora yo me recargaba en sus grandes senos; mi cabeza quedó atrapada en el pecho de la señora y sentí ganas de llorar, de abrazarlos para siempre, de dormirme con ellos. La mujer puso los senos para mi llanto. La rodee con los brazos. Sus manos me acariciaban el pelo. Ninguno de los dos teníamos intenciones sexuales, todo era una sublime tabla de salvación, era como echar fuera esos demonios que salen de los ojos. Jamás hubiera tenido una erección. Cuando ya no me quedaban lágrimas nos separamos. El mundo era más ligero. Clarisa desapareció por un momento, me levanté del sillón para buscar un espejo. La imagen que miré estaba delgada. Mi rostro dibujaba una telaraña roja en las cuencas de los ojos. Sólo quedó reírme.

De regreso la mujer trajo un puñado de hojas que guardaba en un fólder negro. Te entrego este documento, por una petición encarecida de Ifigenia. Nos miramos dos segundos para volvernos a abrazar; al soltarnos algo nos unía de manera permanente. Éramos cómplices de esta sesión de llanto. Ninguna palabra allanó nuestro santuario. La besé en la frente y salí. Su voz me resolvió la cuestión y cuando me incliné para besarla, supe sin duda que esa mujer le debía la vida a Rosendo Vall.

Afuera lloviznaba y algunas nubes estaban muy bajas. El barrio estaba abandonado; nomás unos perros paseaban a lo largo de la carretera. De prisa llegué hasta el Súper Bee. Saqué los papeles del fólder y la primera página era la portada de un plaqué de poesía de Casandra Roca, más adelante una declaración post mortem.