martes. 16.04.2024
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Rius para principiantes (si todavía hay)

Joserra Ortiz

Rius para principiantes (si todavía hay)

Desde la entrada de México en la modernidad, a mediados del siglo XIX, la caricatura política ha sido la posibilidad de la crítica más abierta y directa contra los actores de la vida política, económica y religiosa del país, principalmente. Es, ante todo, un medio permitido por la ideología liberal que lo utiliza como paradigma de la libertad de prensa y afiliación política. Coherente con este origen, la caricatura política rara vez ha dejado títere con cabeza y todos los criticables, sin importar su credo o filiación, han pasado por el juicio público de los caricaturistas. Uno de sus méritos como obra de arte y comunicativa, radica en su doble condición de objeto que es a la vez inmediato y testimonial; comenta lo contemporáneo al mismo tiempo que se formula como futuro referente histórico. Por eso mismo, los caricaturistas políticos mexicanos, o moneros, como gustan definirse ellos mismos, son siempre interpretados en sus cualidades de cronistas de la vida pública e, incluso, valorados como líderes de opinión e intelectuales contestatarios. De entre los muchos ejemplos valiosos que en este ramo nos ha dado el siglo XX, destaca la labor de Eduardo del Río, Rius, michoacano universal, admirado por muchos, querido y respetado por más e, indiscutiblemente, agente primordial en la evolución del género de la caricatura política en México, que la mutó hasta confundirla con la historieta cómica y la literatura de divulgación.

Esta compleja naturaleza de su producción hace de Rius un autor difícil de clasificar. Al no dedicarse exclusivamente al cartón político, y optar más bien por una forma parecida a las de la historieta y de la tira cómica, su trabajo escapa los parámetros normales de clasificación, sobre todo por el compromiso docente de su labor artística. Por esta razón, limitarlo a la categoría de historietista es una reducción nociva para el verdadero alcance y empuje de su obra. Optar por monero, por otra parte, sería una salida fácil que lo ubicaría únicamente en el espectro de los dedicados a la caricatura en México con intenciones contraculturales. A caballo entre la ilustración y el manifiesto ideológico, entre el humor y el didactismo radical, Eduardo del Río se revela como un actor complejo y fundamental en el campo de la producción intelectual mexicana de la segunda mitad del siglo XX: como se repite comúnmente, Rius ha sido el maestro de muchos en cuestiones de historia, política y una serie de causas bien intencionadas. Hace unos cincuenta títulos, cuando apenas llegaba al centésimo volumen de su producción, por ejemplo, el novelista José Agustín decía que su amigo “ha orientado, divertido y […] ha sido clave en la formación de varias generaciones” –y que, en su caso—“[no le] es posible tener una visión justa del México del fin de milenio sin pasar por la obra del doctor Rius Frius” (parr. 7).

Es imposible negar esta idea de José Agustín que parece, por otro lado, la paráfrasis de todo lo que se tiende a escribir o decir sobre el autor de tantos best-sellers como ABChé (1978), Manual del perfecto ateo (1981), Los panuchos (1997), o Votas y te vas (2006). Cuando en 1966 publicó su primer libro, Cuba para principiantes, Rius ya era medianamente popular por el éxito de su historieta Los supermachos, donde aparecieron por primera vez una serie de personajes que ahora son indispensables en nuestra historia cultural reciente, como Caltzontzin, don Perpetuo del Rosal, el Lechuzo o doña Eme, inmortalizados más tarde en el cine por Alfonso Arau (1973). En esta revista, pero sobre todo en su sucedánea Los Agachados, del Río forjó el estilo que lo haría popular e, inevitablemente, imitado. Tomando como base los aspectos más tradicionales de los cómics —desde su paródica filiación con el género con el elíptico título que alude a Superman, hasta la distribución en viñetas de un relato constituido en la yuxtaposición de imágenes narrativas y diálogos ágiles muy informativos—, Rius comenzó a escribir comentarios políticos y explicaciones sobre historia, filosofía o temas de interés para aquellos que no querían, no podían o no deseaban informarse por medios más tradicionales. Ineludiblemente, aquellos que compartían la formación, educación o preocupaciones del autor, se interesaron inmediatamente por él y han atendido, desde entonces, a su llamado, apreciándolo como benefactor del pueblo maleducado. Así, por ejemplo, aunque no recuerdo en dónde lo escribió, Carlos Monsiváis declaró que el país tiene tres instituciones que rigen su educación: la Secretaría de Educación Pública, la Televisión y los libros de Rius. Y aunque al desconocedor esta sentencia le parezca exagerada, a muchos mexicanos les parece innegable por la ubicuidad temática del trabajo de Rius, constatable en cualquier librería y en muchas bibliotecas.

Aunque por estas razones, el éxito y la permanencia de su obra no se pueden resumir en las cualidades de su estética, los rasgos de la misma son plenamente identificables para muchos. Especialmente, porque la utilización efectiva de esta estética como canal comunicativo de su agenda ideológica –el maridaje entre su forma de hacer caricatura y esa función pedagógica que le supone inherente—, es lo que ha vuelto su trabajo imprescindible para muchos. Los dibujos de Rius son simples, de trazos limpios y mucho menos elaborados que los de muchos de sus colegas; tienen, me parece, un aire rudimentario que sólo se completa y los hace visualmente poderosos, cuando el autor los convoca a su característico discurso visual: el pastiche. No sólo cada libro, sino cada página de Rius, es un evento único e irrepetible, en el que se convoca a la palabra escrita para acompañar a la caricatura en una colección de fragmentos, préstamos y trozos ajenos, que del Río vuelve propios. Grabados, recortes, pedazos y retazos de aquí y de allá, de láminas clásicas, de anuncios publicitarios o de trabajos de otros dibujantes, al convocarse en Rius nos descubren que de lo múltiple se llega a lo único, y que el conocimiento propio no es otra cosa que la colección de trabajos anteriores. En cierto sentido, Rius nos recuerda que la información nos pertenece a todos y que todos debemos utilizarla y actuar desde y con ella.

No es Rius, por lo tanto, un caricaturista que busque exclusivamente la comicidad y eso, precisamente, es lo que lo hace interesante. Para comprenderlo desde esta perspectiva, debemos recordar que la mitología de lo mexicano se fundamenta, entre muchas otras cosas, en varias mentiras que a su modo goebbeleano, al haber sido repetidas mil veces, se suponen verdaderas. La más alarmante para los defensores del estado laico, por ejemplo, es la suposición de que todo mexicano es guadalupano por antonomasia. Igualmente inquietante, me parece, es la errónea idea de que el mexicano se ríe de todo, todo el tiempo y que en su naturaleza está el hacer chistes y burlas de todas sus desgracias. El trabajo de Rius, a quien supongo el caricaturista mexicano más influyente de las últimas seis décadas, es tan sólo un ejemplo que demuestra la falsedad de esta segunda figuración. No digo, sin embargo, que su trabajo carezca de humor. De buen humor, quiero decir. Nada más alejado: como cualquier otro crítico que echa mano de las herramientas propias de la sátira y la ironía, Eduardo del Río establece en sus viñetas una poética particular de lo burlesco que tiene siempre un fin moralizador.

Esto último es lo que más rápidamente salta a la vista cuando uno se pasea por su obra, que supera el centenar de títulos: a todas luces, Rius tiene muy bien asumido su rol de preceptor. Aunque no es tanto un sumista, su trabajo muchas veces está a punto de caer en el absolutismo ideológico. Sin embargo lo salva su coherencia, a pesar de que ésta algunas veces no alcance a amortiguar la parcialidad de su agenda ideológica. Quizá se deba en parte a cierto desencanto del mundo, que experimentó primero como seminarista y luego como mexicano, pero sobre todo, definitivamente, a lo que significaba ser un intelectual comprometido y de tendencia marxista durante el siglo pasado. En la imaginación de Del Río el mundo se resuelve en una perenne dialéctica maniquea. Él, por supuesto, está del lado de la verdad dogmática, según se advierte en su discurso, donde lo legítimo y éticamente positivo se alinea a la izquierda y es, entre otras cosas, ateo, consumadamente antinorteamericano, antisistema, antitaurino, vegetariano y sobrio. Pero, repito, su coherencia lo salva de ser, nunca mejor dicho, una caricatura de si mismo: ha sabido criticar, a tiempo y con fuerza, el fracaso y la mentira de la Revolución cubana, ese mito fundacional del ya no tan nuevo Latin American Dream de ínfulas chébolivarianas. Igualmente, fue simpatizante de la política Gorbachov y el rumbo que éste le dio a la Unión Soviética para terminar con la Guerra Fría tras la caída del muro de Berlín, fenómeno al que dedicó su libro La Perestroika (1990).

La postura de Rius para con los dos fenómenos que dieron al traste con el ideal socialista y revolucionario del siglo XX, no eran, y posiblemente todavía no sean, los esperados de un feroz militante de izquierda. Haber entendido a tiempo las razones del desastre y actuar en consecuencia desde su parapeto, utilizando el mismo medio comunicativo desde el que ha pregonado siempre su enérgico antiimperialismo norteamericano, ennoblecen su labor intelectual. Esta conducta demuestra que el también autor de Osama Tío Sam (2003), actúa siempre en consecuencia con el ideario que lo ha formado que, repito, se sostiene en todas esas buenas intenciones a las que es difícil oponerse. Pero, igualmente, esta conducta puede llamarnos al escepticismo que provocan aquellos que siempre tienen algo que decir sobre todas las cosas. Porque, en el fondo, la ideología de Eduardo de Río es tan evidente y tan básica que, por más abultada que sea su obra, unos cuantos volúmenes dan cuenta de la totalidad de su pensamiento y su doctrina. ¿Para qué leer sus libros más nuevos, si ya sabemos, desde el título, lo que va a opinar al respecto? En ninguno de sus trabajos se adivina un rigor historicista, ya ni siquiera propongo crítico, sino cuando menos plural e incluyente. Las cosas las resuelve Rius siempre con la prepotencia de quien se supone poseedor de una verdad completa que se regala en beneficio de los pobres desinformados.

Lo más lamentable de todo esto, sin embargo, no es que Rius sea así, sino que no existe crítica responsable hacia su obra. Seguramente sucede, porque en México, como en muchos países, llamar la atención sobre los desatinos de un respetado pensador de izquierda es siempre tildado de intención denostadora, de derecha, de ignorancia fascistaoide y por lo tanto, falaz. Por esta razón, hacemos todos caso de lo que en el establo de las vacas sagradas dice una de la otra, y es imposible negar que Rius siempre tenga la razón, porque “Desde niño se rebeló contra la autoridad: su mamá, sus maestros. Desde niño también descubrió que al rebelarse tenía razón. Sus libros son una gran rebeldía y son irreprochables”—así, sin más ni más—“porque todos los datos son verídicos y se basan en la realidad” (Poniatowska, parr. 20). Ahora bien, siendo sincero, es comprensible, incluso disculpable que Poniatowska diga una barbaridad como esta porque, en el fondo, ella no es responsable por decirlas, ni Rius lo es por recibir las guirnaldas. Ambos forman parte de la clase intelectual que dirige los pelotones de izquierda mexicanos y, como todo ser ideológico, según advierte el filósofo Slavoj Žižek en El sublime objeto de la ideología (1989), están constituidos en la ingenuidad de sus propias condiciones efectivas; en la candidez que les surge de la distancia entre la realidad social y la representación falseada por el ideario con el que la observan. La realidad en la que Rius basa sus libros para ser verdaderos, como dice su amiga novelista, es la realidad ideológica que él construye, nada más.

Pero los vicios ideológicos se les perdonan a todos, en serio, y sobre todo a Rius. Porque en el fondo, más allá del mal que conllevan sus buenas intenciones, ha sido un educador amable con sus lectores. Su técnica es imitadísima dentro y fuera de las fronteras de su patria y es el primer ejemplo de literatura verdaderamente posmoderna mexicana. Estoy casi convencido, por ejemplo, que los creadores de la serie “…for Begginers”, de la Pantheon Editorial, copiaron el modelo y el patrón con el que Rius explica tan fácil y cómodamente los temas que explora y que son muchos; desde la historia social, hasta el vegetarianismo, pasando por la historia de la religión, la historia de las ideas, la sexualidad, la vida política en México o el consumo de drogas, entre otros. Si los primeros pasos de su sólida carrera los dio en la hace mucho desaparecida revista de humor Ja-já —de donde dio el salto a la prensa política-, la gran distinción de su obra está en su capacidad autoral de producir excesivamente y sin miedo a la censura, fundando y dedicándose completamente a sus propias revistas; desde las historietas Los Agachados o Los Supermachos, a revistas de humor político como El Chamuco o El Chahuistle, en donde participan otros dibujantes amigos o alumnos suyos. Tanto en esas versiones, como y sobre todo en sus libros y a pesar de su parcialidad, Rius apuesta todo por una causa noble que merece el aplauso y el aprecio: la educación de un país abandonado a si mismo, a su fanatismo y a sus fantasmas.

(Artículo publicado originalmente en Periplo. Letras que navegan. Año II, Vol. IX, Salamanca: España, junio de 2011.)

Textos citados

Agustín, José. “Rius a cien libros de distancia”. En Plazazamora.com; consultado el 11 de mayo de 2011.

Poniatowska, Elena. “Rius, educador de miles de mexicanos”. La Jornada: 26 de diciembre de 2006.

Žižek, Slavoj. El sublime objeto de la ideología. Editorial Siglo XXI; México, 1992 (1989)

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Joserra Ortiz
es doctor en estudios hispánicos por Brown University, actualmente es profesor de tiempo completo y jefe editorial en la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Aparece en media docena de antologías de relato y ha publicado el libro de relatos Los días con Mona (FETA 2012); el de ensayos El complot anticanónico (FETA 2015); y la novela La conquista del Monte de Venus (Abismos 2017).

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