sábado. 20.04.2024
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Tachas 487 • Fogata • Rodrigo Villegas Rodríguez

Rodrigo Villegas Rodríguez

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Tachas 487
Tachas 487 • Fogata • Rodrigo Villegas Rodríguez

Todo es fuego. Llamas. Formas ardientes, naranjas, rojas. Amarillas. Siluetas de árboles, de animales que se queman. Sombras que son cenizas. Contornos de bestias, huellas de seres que respiraban y ahora son devoradas por el incendio. Por el odio del hombre. Manuel se detiene en la cima de la montaña. Abajo, delante de sus ojos, todo es cálido. Fuego. Llamas que rugen, que crecen, que se comen a los monos, a los tigres, a los osos hormigueros. A los nidos. A los escarabajos. Árboles como antorchas. Sus ojos, dos circunferencias pequeñas, brillantes, capturan los colores del Apocalipsis. La abuela le dijo que no subiera hasta ahí, pero cómo detener sus pies, obligados a marchar hacia aquella punta, incentivados por un punto en el cielo, una estrella vista desde la mañana, un sol como una piedra que se deshace. Cómo parar si el cuerpo se movía solo. Cómo no llegar hasta este refugio que es su piel entumecida por el sudor. Cómo no imaginar a su padre dentro del bosque, pereciendo junto a las bestias. La abuela se quedó llorando en la casa. En la sala que es también la cocina. Sentada en una silla de madera, con una bolsa negra con coca dentro, con lejía ahí, entre las verdes hojas. “No vayas, Manuel. No vayas”.  El niño se levantó, abrió la puerta de metal y salió apresurado. Corrió hacia el monte. Desde allí vería el paisaje de la renovación. Este fuego me recuerda a mi padre, le decía alguien al oído mientras sus piernas se elevaban una tras de otra y sus pies cubiertos por unas abarcas sentían los filos de las piedras, los insectos diminutos que se aferraban a sus tobillos. Esa voz habita su cuerpo desde que su padre fue encontrado en aquella choza. Esa voz lo despierta todas las mañanas desde que su madre tomó dos bolsas de cuero, guardó en ellas algunos vestidos y salió de la casa para nunca más regresar. Esa voz es su compañera desde que la abuela llegó a aquella casa dos días después que sus padres desaparecieran de su vista, de sus oídos, y le dijo que de ahora en adelante lo cuidaría. Desde la cima entiende que el fuego es el padre de todos los espíritus. Que acá está la reinvención, el perdón que necesitamos todos. La salvación. Manuel pretende lanzarse hacia el fuego, saltar hacia la detonación, convertirse en un animal que se resquebraja. Pero antes algo lo detiene: la memoria. ¿Quién preservará la historia de mis padres? ¿Y la mía? ¿Debo desaparecer así, sin constancia de mi paso por la tierra? Se agacha y busca, entre muchas, una vara que le sea útil. Escoge la más puntiaguda de las que encuentra. Casi es del tamaño de su brazo de niño. Y escribe. Narra en la tierra, cuenta el pasado, aquel que le permitió llegar hasta ahí, al borde del fin de su existencia.  El calor no lo detiene. Tiene decidido, antes de perder los ojos, de perder las manos, relatar el origen de su existencia. El fuego se acerca al niño. De papá recuerdo apenas unas cosas: sus botas oscuras como sus ojos, su cabello largo y envuelto, a veces, en una cola de caballo. Su barba, rasposa cuando me levantaba y me besaba en las mejillas. Su altura, casi la del árbol que cubría nuestra casa, el de la puerta. Aquel recipiente de madera milenario. Sí, se parecía a aquel árbol. Tenía la misma tristeza en las ramas, en los brazos. De mamá un poco más: su voz fina, lenta como si hablara siempre con un rey, con un superior. Sus labios delgados, jamás cubiertos por pinturas, menos su cara, no. Su cabello como espuma derramada en sus hombros. Su talle delgado, pero desparramado en ambas caderas. La carne desbordaba su cintura, pero su torso, sus piernas, su cuello era el de una mujer muy joven. Casi el de una niña. No se llevaban muy bien. Apenas hablaban. Papá llegaba todas las tardes del taller, sucio de grasa, de materia oscura y otros componentes en su ropa, en sus manos. Mamá le daba la espalda, servía un plato de comida en la mesa y Papá se sentaba a comer como si fuera el último (o el primer) alimento de su existencia. Todo en silencio. Movimientos practicados, calculados. A pesar de aquello me sentía tranquilo. Protegido por ambos cuerpos. Porque los dos cumplían su función. 12 Papá traía dinero a la casa, mamá lo usaba para proveernos de alimentos, de víveres, de lo que fuera necesario para la supervivencia. Se dedicaba a nosotros dos. Y nosotros a ella, o al menos eso parecía. Eso creíamos. Los tres, porque, aunque el que se desbordó fue mi padre, estoy convencido, a esta altura de mi vida, que tampoco sabía a cabalidad que provocaba el derrumbe de nuestra familia con lo que hacía a ocultas de nosotros. De todo el mundo. Lo encontraron cuando se vestía, cuando se abotonaba la camisa negra que tanto me gustaba en él. Lo habían seguido. Había pistas, indicios, o así lo dijeron las personas que empezaron con la historia, con el rumor que fue creciendo hasta formar una brutal marea de afirmaciones acerca de la monstruosidad de mi padre. Que alguien –hasta hoy no sé quién, jamás se supo a ciencia cierta– lo vio una tarde en aquella cabaña, en aquella prisión de madera que nadie visitaba hace años. Que aquel personaje que nadie conoció observó a un hombre muy grande, de cabellos lacios muy largos, moverse como si golpeara a una piedra con la cadera. Se acercó sigiloso y lo que encontró fue la imagen de una niña que preservó en la mente de los que habitan este pueblo. Porque el cuerpo de la mujer era pequeño, de piel brillante, de pies con dedos como cáscaras. Un cuerpo conmovido por la brutalidad de mi padre. Un cuerpo azotado por la sed de Papá, la necesidad de algo, de una afirmación. Prolongaba sus músculos en la muchacha, encima de un catre de fierro, de mantas coloradas. Y así comenzó todo. La denuncia, la pesquisa, el encuentro. Varios hombres tumbaron la puerta de madera y lo encontraron semidesnudo. La niña, echada en la cama, como dormida, como muerta. Lo tomaron de los brazos, del cabello, de las piernas. Lo golpearon con los puños, con las piernas, con palos, con fierros. Las voces se enardecían. Crecían como llamas. Pedían algo más. Pedían el cuerpo del ultrajador. Sacaron a la niña de la choza y amarraron a mi padre a la cama. Sus cabellos eran lágrimas rojas, lianas empapadas de sangre. No había hablado. Ni una sombra de palabras había salido de su boca, quebrada por un codazo. Aceptaba la revancha que ejercían las circunstancias. La velocidad de la justicia. Alguien llevó un galón de gasolina y manchó su cuerpo con aquel líquido transparente y hediondo. Otro encendió un fósforo. Y a nombre de Dios lo encendieron. Primero fueron sus piernas, luego su torso, sus brazos, su cabeza. Un fantasma de fuego se retorcía en el piso de aquel lugar utilizado para el placer de un hombre y el dolor inmutable de una niña. No gritó. Nada. Solo se movía como una babosa, como un parásito. Aquello duró unos minutos. Conforme el cuerpo se hundía en el polvo negro que eran las cenizas, los hombres iban saliendo de la choza. Eran veinte, treinta, cincuenta. El relato varía dependiendo quién te lo cuenta. El fuego contagió las paredes, el techo de paja, y los justicieros corrieron hacia un campo más seguro. Huyeron de la escena flameante.  A la niña se la llevó un anciano. La entregó a las autoridades –días más tarde se precisó que ellos, los policías, sabían lo que iba a suceder, pero no salieron de su estación. Consideraban a la justicia del hombre como el resultado divino de las inequidades. No introducirían sus manos en el plan de Dios– y, pasado un tiempo, descubrieron que era una niña robada: su madre la había buscado hace muchos meses y, cuando lo había dado todo por perdido, había escapado a otra ciudad, a otro país, incluso. Es lo poco que se sabía de ella. La niña tenía ocho años. La enviaron a la ciudad, a un hogar de acogida. No lo sé. Su historia se perdió entre el salvaje asesinato de mi padre. Como si nunca hubiera existido. Mamá desbordó en llanto cuando se enteró del destino que había sufrido su marido. Le contaron esa misma noche, cuando el humo de la fogata inmensa parecía nunca apagarse. Mamá se preguntaba en voz alta qué sería aquello, si otra vez los chaqueos estarían provocando incendios simultáneos. Horas más tarde una horda de vecinas tocó la puerta de mi casa y le informaron, luchando por ser la emisora, por incrementar la fantasía, los pormenores de la muerte de Papá. Cuando se fueron ella caminó en círculos por la sala. Rodeó la mesa. Yo la observaba desde la puerta de mi cuarto. Parado en el marco de madera puesto por mi padre. Deambulaba con la mirada en el suelo. Apenas respiraba. Y así, cuando parecía que aquella caminata sería eterna, corrió hacia su cuarto, el que antes compartía con su esposo, y se encerró por tres días. No salió en ningún momento. Resistí con las sobras que recuperé de la cocina. Un poco de fruta, menos de carne. Papa. Pan. Cerré la puerta y no abrí a ninguno de los hombres que tocó el metal en los días venideros. No insistieron. El juicio de fuego ya había sido realizado. Poco había que aclarar. Mamá abrió la puerta luego de más de 72 horas. Tenía los ojos limpios y vestía como si fuera a una fiesta: zapatos rojos, falda blanca con rosas rojas pintadas en las esquinas, blusa negra, escotada. Sostenía una maleta pequeña en un brazo. Caminó hacia mí, sonriendo. Yo la esperaba sentado en la sala, como los dos días pasados. Me dio un beso en la frente y me dijo que no regresaría. Salió de la casa. No le respondí. No tenía las palabras. Apenas procesaba todo lo que había pasado en tan poco tiempo. Así que no podía retenerla. Ni llorar. Nada. Aún no me explico mi reacción de aquella mañana de sol. La abuela llegó luego. No recuerdo si unas horas más tarde o si fueron días. El tiempo que precedió al abandono de mis padres no lo tengo contabilizado. Es como un magma sin nombre, uniforme. Oscuro. Como una sombra pesada. ¿Quién me contó esta historia? Una niña. Después de varias semanas encerrado en mi casa bajo las órdenes de mi abuela, salí a caminar un poco. Al patio. Nada más. No podía llegar a la calle. No. Ahí había hombres deseosos de hablarme, de relucir la fuerza con la cual habían tomado a mi padre, las luces que adquiría su cuerpo cuando 16 el fuego evaporaba su piel, su carne. Porque miraban la casa desde la avenida, sedientos de acercarse, de narrar la brutalidad de sus manos. Pero en el patio, grande, de árboles y tierra, de insectos y gallinas, encontré a una niña arrodillada. Me llamaba con una mano. Las tablas de madera que rodean la casa eran más altas que su cuerpo, cubiertas por espinas de metal. Era muy difícil que alguien como ella hubiera ingresado a ese espacio desde el cual pedía por mí, pero allí estaba, con un vestido naranja, sin zapatos, con un lazo rojo encima de la cabeza. Llegué a ella temeroso de que la abuela saliera y me reprochara por conversar con extraños como me había prohibido. Me agaché a su lado y me tomó de las manos, me jaló ambas con una fuerza inusitada para su edad y tamaño. Me besó en los labios. Un beso sereno, de labios secos, rajados. Me soltó y me dijo: Tu padre fue quemado. Lo vi todo. Luego me contó la historia de la forma más detallada posible. Cuando terminó me preguntó si estaba bien, si no me había hecho mucho daño al contarme aquella historia. Le dije que no. Que lo único que querría saber sería dónde habían enterrado a mi padre. No lo sepultaron. Su destino fue peor que el de los animales. Pero eso ya no te puedo contar. Me debo ir. Sentí que la puerta del cuarto de mi abuela se abría. Giré hacia la probabilidad de su presencia y solo vi su brazo, apoyado en el marco, como impulsándose para aparecer afuera. Regresé mis ojos hacia la niña, pero ya no estaba. Solo las marcas en la tierra de sus rodillas, de los dedos de sus pies. Huecos diminutos que desaparecerían al primer viento. Nada más. La abuela gritó mi nombre. Le dije que ya entraba, que no saliera. Llegué a ella. Y cerramos la puerta. Nunca más vi a aquella niña. No salí de casa en unos meses más. Quizá nunca más lo hubiera hecho. Tenía miedo a los hombres de la calle, a los hombres del fuego. Me resguardaba en casa. Así hasta que vi el primer árbol incendiado, luego las montañas rojas, los matorrales, las casuchas, las chacras, los animales. La tierra hervía, la paz calumniada se calcinaba. Así que salí de casa. Abrí la puerta y corrí hacia la cima más alta a la que podía llegar. Mis pies no eran míos, mis ojos tampoco. En el momento en que vi el fuego desde mi ventana, sentí el refluir de mi sangre, como si alguien dentro mío se abarrotara, se impulsara a escapar de mis manos. Aquel impulso me llevó hasta acá, desde donde escribo. Pero aquella misma llaga que contaminó mi cerebro es la que me cuenta más detalles, me permite añadir a la historia de la niña elementos narrativos que jamás comprendí. Que nunca vi. Pero laten en mis pupilas como dibujos, como una película vista desde una sola mirilla. Recreo la carne chamuscada de mi padre, las manos callosas e inmensas de los hombres que vanaglorian la fogata que es mi padre. Y ahí, cuando estoy cerca de incrustar el punto final, su voz en mi cabeza, chirriante, fuerte. Como gritos. Me cuenta, ya al borde del silencio, que esto es solo el principio. Este fuego inmenso. Esta estrepitosa llama única que derrite la sábana verde que cubría este escenario que es la Chiquitanía. Este impiadoso fulgor que no se detiene ni se detendrá hasta corroer hectáreas y hectáreas. Miles de ellas. No comerá hombres, no. Se alimentará de las bestias sin habla. No. Lo peor vendrá después, justo cuando el fuego acá se apague. Llegarán atrocidades como meteoritos. La sangre de los hermanos se congregará en las ciudades. La muerte se consolidará como la divinidad más justa de este país sin memoria. Todo se quemará. Y seguirán viviendo en los escombros. Ese es el cuento de mi padre. Las palabras que escribe con mi mano derecha, casi entumecida de no detenerse. Una narración inútil: los primeros párrafos apenas se distinguen. El viento caliente ha diseminado sus cenizas encima de la historia de la redención de papá. Apenas existen. Pero no interesa, me dice. Ya está grabada en la tierra. Perdurará. Su voz se dilata y se pierde. Me deja solo. Pero antes me deja un mandato. Así que me asomo al borde. El fuego escala la montaña como si deseara encontrarme, alcanzarme. No le doy esperanza: me lanzo. Me hago uno con el incendio. Me hago eterno.

***

Rodrigo Villegas Rodríguez (La Paz, Bolivia, 1995) publicó los libros de cuento Nube (Editorial 3600, 2021) y Las cenizas son producto de su combustión (Editorial Electrodependiente, 2021), además de la novela Yonaguniha crecido la noche para ti (Editorial 3600, 2022). Ganó el primer lugar en el concurso Imágenes del Nuevo Tiempo. Sacaba y Senkata: Noviembre en la memoria convocado por la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia con el libro Los perros/Los hermanos.

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