viernes. 19.04.2024
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Tachas 500 • Juan Antonio Riquelme • Marina Porcelli

Marina Porcelli

08 “El resplandor artificial” de Marina Porcelli
“El resplandor artificial” de Marina Porcelli
Tachas 500 • Juan Antonio Riquelme • Marina Porcelli

En cambio, en el partido contra Gremio, no sacaba los ojos del televisor. Estela, varias veces desde la caja, le había señalado un cliente que quería un poco más de leche para el cortado, o un vaso de agua, o pagar la cuenta. Varias veces. Y Riquelme, acodado al fondo de la barra, casi en la entrada de la cocina, como si nada. Con los ojos literalmente pegados a la pantalla, las manos transpiradas, la garganta muda. Se despertaba de golpe ante el chistido de Estela, y decía “voy”. Pablo y Ricardo lo miraban. Más con cierto estupor y con cariño que con enojo. Cargados de asombro, digamos. Uno era de racing, el otro, de chicago (Estela también era de chicago), o sea que el partido mucho no les interesaba, se dedicaban a mirarlo a él. A Riquelme. Que daba saltitos imperceptibles allá, al fondo de la barra, cada vez que venía un córner, o pateaban un tiro libre, o cobraban mal. Pero las cosas no siempre fueron así, las cosas eran muy distintas, antes. En rigor, claro, Juan Antonio Riquelme siempre pesó noventa kilos, medía metro ochenta, trabajaba de mozo en el boliche La araña desde casi adolescente (y se jactaba de su eficiencia) y nunca, francamente nunca en sus casi cincuenta años, le había gustado el fútbol. La paradoja estaba en que, a pesar del apellido, el fútbol (así concluía) no tenía nada que ver con él. Pero antes.

Puteó por lo bajo cuando Estela, en plena remodelación (que abarcó toldos nuevos en la vereda, plantas artificiales y mantelitos de plástico) cambió los uniformes color arena por unos tirando a guinda, y colgó de las solapas el cartelito con el apellido de cada uno. Los ventanales sobre Corrientes se mantenían obsesivamente impecables, y Juan Antonio podía visualizar, en el reflejo, superpuestas a la catarata de autos que se deslizaban en hora pico pegados al mercado de las flores, cada una de las letras de su apellido. La gente descubría el cartelito, y sentía el derecho a comentarlo. Él estaba harto. Le resultaba insólito tener que explicar que a algunos no les gusta el fútbol. A la medianoche, cuando terminaba el turno, colgaba el uniforme, y salía con el bolso cruzado al hombro, después de peinarse con gel. Vivía en el límite de don Torcuato, en la cuadra donde había nacido. Tenía una hermana que preparaba la cena, y un padre que se encargaba del orden de la casa. A ellos sí les gustaba el fútbol. Al canario le habían puesto Pelota.

—Riquelme, ¿como el jugador?

Riquelme contestó que no, que de ninguna manera. El que había hablado era un hombre grande, con unos anteojos de marco grueso y gestos meticulosos. Precisó que en el jarrito le pusieran más leche que café, que el tostado no estuviera muy quemado, porque el pan de miga se seca, y revolviendo el chúquer en la taza, se ajustó los anteojos sobre la nariz. Entonces vio el cartel. Y preguntó justamente eso: Riquelme, ¿como el jugador? Riquelme dijo que no. Siempre decía que no. Riquelme es un apellido vasco, decía. El de un filósofo de la edad media. Y hubo un bandolero con ese apellido, que se perdió en Brasil. Otro fue anarquista en Neuquén.

—Ah, como el jugador.

—No.

Agregaba que él se llamaba Antonio. Antonio Riquelme. No le confesaba a nadie que también se llamaba Juan.

Llegaba puntual, se iba puntual. Los martes tenía franco. Hablaba poco, no sonreía, la emoción siempre iba por dentro. Trabajaba en la parte del centro del salón. Metódico como el padre, cuando el lugar se colmaba (cosa que sucedía, inevitablemente, los domingos) había dispuesto un recorrido que consistía en esquivar, girarse, puentear y llegar a la otra punta sin perder velocidad. Nunca se le había caído la bandeja. Atajaba a tiempo cualquier error. Los domingos no miraba la pantalla, todo el trabajo era cálculo sobre lo que iba a pasar. A lo sumo, si Pablo y Ricardo y Estela tenían que señalarle un defecto, era el de que, a veces, un poco, Riquelme se demoraba. Pero no se demoraba por abrumado, por no saber cómo seguir. Era demora típica de alguien que calcula. De alguien que impone ritmo, que pauta el tiempo, como si no hubiera nadie más en el salón. Sin embargo, a la medianoche clavada, se sacaba el cartel, colgaba el saco y salía en camperita. Era silencioso, hablaba poco, aunque todos sabían que le gustaba mucho el cine o irse a bailar. 

—Qué jugador —escuchó, como a la distancia.

Riquelme suspiró, visiblemente harto. Los tres tipos le había caído mal desde el arranque. Pidieron quilmes imperial, y después otra más, y otra más. Les llevó los maníes más oscuros y amargos que encontró, en el platito gratis. Antes, llevó pochoclo (y esta vez eligió mejor) a la chica sentada detrás de esos tres. Que había pedido quilmes también. Le gustó el pelo áspero de ella, la forma en qué le hablaba, cómo movía las manos. Debajo de la camperita deportiva, la chica tenía una remera de river. Así que Riquelme, haciendo equilibrio con la bandeja, se había tapado como pudo el cartel del apellido, y le sonrió y le tomó la orden. Después escuchó, como a la distancia:

—Qué jugador.

Se giró hacia ellos, harto. Era como soportar la ofensiva de todos lados. Un filósofo español, un anarquista patagónico, alcanzó a responder. Calculaba de reojo la propina que podía dejarle la familia que se estaba yendo allá, mientras arremetía, al filo de una mesa casi pegada al ventanal, con un qué le traigo, señora. 

Se terminaba el verano en Buenos aires, y el asunto de la libertadores los tenía a todos peor. No había uno que no preguntara por el apellido. Él no sonreía. En las mesas discutían si el torneo era más lindo que la Copa América. Es un campeonato de barrios de todo el continente, decían. Desde la caja, Estela les pedía a Pablo y a Ricardo que se calmaran. Pero ella había comprado una tele más grande, con mejor definición y un volumen impostergable. El araña se colmaba. Vendían cervezas como si las regalaran.

Este domingo, la demora no había sido de él, de Riquelme, si no del partido. El atraso era por la niebla, llevaban una hora casi esperando el comienzo. Riquelme se había enterado que necesitaban una diferencia de tres goles para pasar. Que el otro equipo venía de Colombia. Pero cuando el partido finalmente empezó, cuarto después de las seis de la tarde, Riquelme detectó a un hombre gordo que había quedado como arrinconado en una mesita para dos. Sacaba un pañuelo del bolsillo de la camisa, y se lo pasaba por la frente a pesar de la temperatura de junio. Riquelme le destapó la cerveza, y medio girándose, alzó los ojos al relato de la pantalla. Entonces lo vio. El pantaloncito amarillo era horrible, pero la camiseta le gustaba cada vez más. Y hubo algo como que la pelota pasó de caño, y siguió adelante. Y este seguir adelante, este ir y venir y seguir adelante, por un trecho largo de cancha, hizo que él se quedara quieto, totalmente paralizado, a medio camino entre guardar el destapador y subir la bandeja. Alguien, con cierta cortesía, le hizo un gesto breve para que se corriera y dejara ver. 

Riquelme despertó y, sobresaltado, confuso, se fue hasta el fondo de la barra. Casi por instinto, se giró en seguida. El partido seguía cero a cero. Habían cobrado tiro libre, y entraban en el minuto cuarenta. Lo sintió. Fue justamente eso, como un cimbronazo sobre el pecho. Esa especie de emoción infantil de cuando la película está por largar en el cine a oscuras, ese segundo en el que empieza y te convence de que algo grandioso va a suceder. El otro pateó. Riquelme se apoyó contra la barra. En realidad, casi se dejó caer con medio cuerpo sobre la barra, y esperó. Con una precisión eufórica, tardándose apenas, el otro pateó en el minuto cuarenta y tres, y la pelota entró en el arco, muy pegadita al primer palo. Riquelme, en El araño, también gritó. Fue breve, pero gritó. Estela lo miró azorada, Pablo y Ricardo levantaron las cabezas atónitas, Juan Antonio les sonrió un poco, y después, muy enseguida, se acomodó las solapas y se recuperó.




 

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De “El resplandor artificial”, E1 Ediciones, Guanajuato, 2021

Se presenta en la FiL de Minería en 2023




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