CUENTO
Tachas 500 • ¿Y si el viaje fuera un mar impreciso? • Óscar Barriento Bradasic
Óscar Barriento Bradasic
En el sueño estoy perdido en un desierto de hielo, extenso y brumoso, entre lagunas quebradizas y montañas filudas como botellas rotas y celestes. El viento polar, colmena de gelidez y desconcierto, llega a cortarme la cara y extiende su aliento huracanado barriendo la superficie de ese mar blanco y ceniciento.
De pronto, entre los remolinos de la tempestad observo a una criatura que avanza decidida e imperturbable en la vorágine del vendaval, agitando sus grandes extremidades, aun borrosas. Parece levitar en medio de la neblina. Cuando la confusión comienza a esfumarse vislumbro a un ser azul pálido con cuatro brazos portando un objeto en cada mano: Un anillo afilado, una maza de oro, una flor de loto y una caracola.
—Para preservar la bondad, se requiere aplastar el cráneo de un demonio— me dice. Su voz es metálica pero extrañamente gentil.
—¿Qué bondad? ¿Qué demonio?— interrogo y mis preguntas son un chasquido que la tempestad devora con la angurria de un lobo.
En tu evocación despiertas en el banco de una plaza, entumido de frío. El abrigo está mojado no sólo por la humedad sino también por el derrame de un licor muy fragante que asocio al coñac. Ya sentado en un escalón trato de reconstruir mi llegada hasta ese lugar. Aparecen como escenas de una película muda, bares y cantinas, conversaciones absurdas en un club de tango, una mujer de pestañas postizas que me lee el horóscopo, me veo bostezando al interior de un taxi.— Demasiados excesos— me digo.
Deben ser las cinco de la mañana. La costanera de Punta Arenas parece una alfombra de luces resistiendo la promesa de la penumbra.
El estrecho de Magallanes es un espejo donde riela una luna triste.
Observo en derredor y a mis espaldas se alza el templo hindú con su monumentalidad y sus cúpulas de color dorado y también una suerte de tridente en lo alto. Camino por la plaza como un paseante despreocupado reparando en las estatuas de Mahatma Gandhi, Sor Teresa de Calcuta y RabindranathTagore, este último con su complexión magra y barba nazarena.
En tu evocación, ese es el momento en que aparece un joven de unos veinte años. Es alto, pálido, pecoso, colorín, de huesos finos y un perfil anguloso que le otorga un halo de solemnidad, a pesar de observarse notoriamente extraviado. Viste chaqueta térmica verde, zapatillas de caña alta y unos jeans negros.
—¿Cómo me llamo?— me pregunta.
Me encojo de hombros. Estoy claro que lo suyo es amnesia, mientras que lo mío es resaca.
En tu evocación la noche es una campana muda que se comió al silencio de un solo bocado y que lo guarda como un precioso relicario en su interior, en sus costillas de acero.
—No sé cómo me llamo— susurra nuevamente tembloroso—. Lo último que recuerdo es un sueño en que me llevabas donde alguien llamado Paríksit.
Le contesto que hay un bar en la esquina de Magallanes con Independencia que se llama Los tripulantes, no lejos de donde estamos. Comento que me pareció escuchar que en ese lugar atiende una persona que responde a ese nombre exótico, aunque no estoy seguro.
—Podemos encontrar cerveza helada— le digo—. A veces los viernes hay karaoke.
El joven parece no tomar muy en cuenta mis palabras. No obstante, ambos enfilamos hacia el bar sugerido, taciturnos, a paso lento, con las manos en los bolsillos, ensimismados. Nuestro silencio es el correctivo que la noche le aplica a las palabras despojándolas de su materia luminosa y transformadora.
En tu evocación el bar es holgado, con una barra y un fondo de espejo, en cuyas repisas están innumerables y variados licores. Los ventanales dan a la calle, a esa hora prácticamente desierta, salvo uno que otro automóvil que pasa roncando motores en medio del interminable sueño de la oscuridad. Las paredes están pintadas de un color anaranjado, bastante opaco.
Tras la barra atiende un tipo ya mayor, con gruesas patillas a lo Bernardo O’Higgins, barriga de cervecero impenitente, camisa de leñador y suspensores celestes. En un rincón se encuentran dos amigas, bastante ebrias, siguiendo la letra del karaoke que se proyecta en la pantalla con micrófono en mano. Es una canción del grupo Pandora y parece que hubiesen afinado la voz con el pito de la tetera:
¿Cómo te va mi amor? ¿Cómo te va?
Era en silencio la pregunta entre tú y yo
¿Eres feliz, mi bien? Sin engañar,
Porque a mi puerta el amor nunca llegó.
—Pasen— manifiesta alegremente el hombre detrás de la barra—. Los esperaba.
—Tú debes ser Paríksit — le dice el muchacho con una seguridad básica, muy rotunda.
El hombre asiente con una sonrisa generosa, mientras nos sirve dos schops heladísimos. El carácter del tipo da cuenta de un humor imbatible.
—Gracias por traerlo— me plantea Paríksit—. Te debo una. Hoy la casa invita.
Sus pupilas son brillantes y nerviosas, aunque transmite un ánimo despercudido, hasta cierto pasatismo.
—¿Sabes cómo me llamo?— le pregunta sin vacilar.
—Por supuesto— contesta Paríksit —. Y tú también lo sabrás a su debido tiempo.
En tu evocación miras hacia el ventanal la calle desolada y alcanzas a observar el cielo salpicado de estrellas, un mosaico de luces dispersas. –Recuerda que tu navío es el corazón de un cetáceo que se extinguió, una luciérnaga estrellándose obstinadamente contra un fanal— me digo.
Las mujeres luego de terminar la canción, pagan la cuenta y se retiran perdiéndose en la boca de lobo de la madrugada.
—Por fin podemos hablar con tranquilidad— comenta luego—. Esas viejas no sé si cantaban o degollaban a un gato.
En tu evocación hay también en una esquina lúgubre del bar, un hombre orondo y sombrío, aguardentoso. Tiene un whisky a las rocas en la mesa y fuma constantemente un habano, un buda moreno y de rostro confuso envuelto en un nubarrón de humo, casi onírico.
—¡Otros whisky!— exclama. En tu evocación su voz es el de alguien que despierta de una siesta, luego de un empacho de queso, mariscos y ron barato. Paríksit no parece darle la menor importancia.
—Alguien me va a contar lo que está pasando— interrumpe el joven pecoso.
—¿Te parece poco?— responde Paríksit batiendo la coctelera—. Estamos en el Kaliyuga, la era del hierro. Te aseguro que se aproximan episodios más difíciles que tu amnesia.
—¿La era del hierro?— pregunto y el concepto me parece tan vacío. Mis razonamientos se habían vuelto tan bruscos como inesperados.
—¡Otro whisky!— grita más malhumorado el hombre que fuma.
—¡Cállate de una vez, gordo baboso!— responde seco Paríksit.
En tu evocación, el hombre del rincón responde con un gruñido que se pierde después en la tos del fumador compulsivo. El tabaco es picante al olfato.
Durante unos breves minutos se desata una lluvia de granizos, con copos como balines que rebotan contra el pavimento de las calles. Luego, todo se normaliza.
—¿Qué es lo último que recuerdas?— le pregunta bondadosamente Paríksit— .Empecemos por ahí.
El muchacho baja la mirada hacia el jarro de schop y responde con un tono de voz profundamente afligido:
—Antes de olvidar quién era, soñé que una bestia de grandes fauces me atacaba en un bosque de cedros. Iba a morir entre sus garras, hasta que una luz encandiló al animal y huyó. Un ser refulgente que emanaba del rayo salvador me dijo que alguien me esperaba en una plaza con tres estatuas para llevarme donde Paríksit.
En tu evocación Paríksit suspende con el control remoto las canciones de karaoke y comienza a instalar una videoconsola de PlayStation. Mientras le habla se proyecta en la pantalla un juego de sofisticada visual donde un ser gigantesco y melenudo intenta con un sable degollar una vaca y un personaje de túnica y turbante debe tratar de evitarlo. La música del juego es repetitiva, mientras ejecuta los controles.
—Es difícil llegar hasta la última etapa— comenta Paríksit—. ¿El que quiere matar a la vaca se parece a la bestia de tu sueño?
—Es él— comenta el muchacho sin sorpresa.
En la pantalla aparece la expresión Game over.
—Es un demonio llamado Kali— responde Paríksit—. Tienes dos hijos: la ira y la violencia. También cometió incesto con su hermana la Calumnia con quien tuvo dos hijos más: La muerte y el miedo. Su segunda esposa fue la diosa Alaksmi, conocida como el infortunio.
Paríksit masculla algo en un idioma incomprensible, vocablos que se extraviaron en abecedarios huraños, en cronicones cuya tinta seca petrificó el sortilegio que lo trajo al mundo.
—Creo que el muchacho se merece una explicación— aporto a la par de pedir otro schop.
—Quien lo pensaría— reflexiona el joven con su rostro liso y expresivo—. Aparecer en un mundo donde el recuerdo no existe, donde cada paso inaugura una nueva sensación. Es un nacimiento forzado que no se parece en nada a un parto. Siento que estoy en el umbral de un mundo que comienza.
El joven parecía, sin embargo, repasar las teorías confusas en torno a un crimen, pero sus razonamientos se desplazaban sonámbulos y lerdos.
—Es tan difícil comprender la intrincada razón de la humanidad— reflexiona Paríksit—. Si yo les dijera que esta esquina no es un bar, sino un tabernáculo, una especie de umbral para traducir las rúbricas de una leyenda, probablemente creerían que estoy loco. El hecho es que la ciudad fría está a oscuras y ustedes tienen más preguntas que respuestas. Así, el silencio nocturno ha secuestrado una vez más al hado de la inocencia y lo ha sometido a un tránsito por las aguas de un río envenenado y putrefacto.
—¿Soy parte de ese veneno?— pregunta el joven.
—Tu presencia marcará el fin del Kaliyuga, la edad de la riña y la hipocresía— sale al paso Paríksit—. Dará inicio a una nueva era.
—¡Otro wiskhy!— se oye desde la oscuridad.
En tu evocación la mirada del muchacho es un océano convulso, donde las preguntas parecen olas hinchadas ante la provocación de un viento que las revuelve como si se tratara de un caldero.
En ese instante Paríksit pone un whisky con hielo en la barra.
—Háganme un favor— dice con imperturbable reserva—. Vayan a dejarle su copa a ese hombre.
El joven me mira como pidiendo que no lo deje solo en ese instante. Nos acercamos a la mesa y él deposita el vaso en la mesa. El hombre tras la bola de humo nos ofrece asiento.
—Yo sí sé cómo te llamas— le dice bebiendo ruidosamente un sorbo de whisky—. Conozco tu voz mejor que tú. La tengo dentro de mi cabeza.
El humo del tabaco se dispersa y queda nítida su enorme cabeza, tan grande como la de un toro, su rostro en punta bastante caballuno, su melena entre cana y verdosa, sus dentadura de oro y dos cuernos pequeños que sobresalen entre su tupida cabellera. En tu evocación, la visión nos aterroriza pero quedamos petrificados en el asiento.
La criatura se arranca uno de los cuernos y se lo entrega al muchacho.
—Vamos, oye tu voz como quien oye la lluvia rebotar contra el pavimento— aconseja.
Cuando, el joven acerca el cuerno a su oído escucha aterrado su propia voz recitar las siguientes palabras:
“Comida ya cocinada será puesta en venta. Las chicas jóvenes comerciarán con su virginidad. El dios de las nubes será incoherente con la distribución de lluvias. Los comerciantes harán operaciones deshonestas. Ellos estarán rodeados de falsos filósofos pretenciosos. Habrá muchos mendigos y parados. Todo el mundo empleará palabras duras y groseras. No se podrá confiar en nadie. Las personas serán envidiosas. Nadie querrá ser recíproco con un servicio recibido. La degradación de las virtudes y la censura de los puritanos hipócritas y moralizantes caracterizarán el periodo del fin de Kali. Ya no habrá más reyes. La riqueza y las cosechas disminuirán. Grupos de bandidos se organizarán en las ciudades y en el campo. Los ladrones robarán a los ladrones. Las personas se volverán inactivas, letárgicas y sin objetivo. Las enfermedades, las ratas y las substancias nocivas les atormentarán. Personas afligidas por el hambre y el miedo se refugiarán en los «refugios subterráneos»
La luz de la calle que se filtraba por la ventana del bar dio de lleno en el rostro del energúmeno. Su cabeza parecía una luna biselada. Ese ser bestial comienza a reírse como preso de una hilaridad grotesca tras zamparse el whisky al seco.
—Te perderás la primavera— afirma riendo—. La felicidad no volverá para ti.
Su sonrisa se tornó minuciosamente cínica, sin otro encanto que el olor de carne putrefacta que emana de los basurales. Pensamientos infestos, como intestinos.
—¡Otro whisky!— grita súbitamente malhumorado.
Pero el pedido no se consuma, porque sin que nos demos cuenta Paríksit le ha partido la cabeza con un bat de baseball. Su cerebro, ahora enteramente abierto, es una suerte de masa informe de color morado, muy espesa, una especie de plastilina particularmente pegajosa que cae lentamente al suelo como una greda infame. Arroja el garrote al suelo y le arranca el otro cuerno. En su interior hay un líquido azul que vierte sobre el vaso de whisky vacío.
—Es el Kali— dice alcanzándole el vaso—. Mira lo que guardaba el muy cabrón.
El joven toma el vaso whiskero entre las manos y lo expone a la luz eléctrica también algo mortecina. Al principio se dibujan unas imágenes desvanecidas que luego adquieren una lucidez fotográfica. Parece la proyección de una película muda. Se observa una conversación en un salón muy elegante, similar a la recepción de un hotel lujoso. Los hombres se encuentran de pie y parecen ejecutar saludos protocolares. Uno es alto y descarnado y calza unos pantalones de ampo, una suerte de pelliza de terciopelo negro bordada con laureles y arabescos dorados. Lleva un sable al cinto, mientras que el otro viste una chaqueta larga hasta la altura de la cadera con cuello alto y sin solapas. Porta en su mano un bastón de sándalo y transmite una indiscutible autoridad.
—¿Quiénes son?— pregunta el muchacho.
—Quien lleva el bastón, fue el conductor de la patria de nuestros dioses. Un hombre marcado por lo ancestral que luego tomaría conciencia que la forja de su destino era la consumación de las edades descritas por los preceptos védicos, el tránsito de un héroe hasta el olimpo blanco. Se llamaba Śrī Pandit Jawāharlāl Nehru.
—¿Y el otro?
—Es el embajador de Chile en la India. Se llama Miguel Serrano Fernández. Esto ocurrió hace ya tiempo, en 1955, y pareciera que fue ayer.
—¿El escritor?— pregunto.
—¿Lo conoces?— pregunta Paríksit.
—Leí un libro suyo— comento—. Bastante alambicado y críptico me pareció. Además el viejo era nazi según entiendo.
Paríksit adquirió una expresión pacienzuda y dimitida, a la manera de una bestia que advierte el peso de su carga.
—Esta reunión es la llave en una cerradura de puertas equivocadas— responde Paríksit—. Serrano creyó que su caudillo yacía entre los hielos antárticos y quería resucitarlo, pero en realidad su delirio fue una estratagema de nuestros dioses para burlar su magisterio. Nunca estuvo allí el autócrata que confundió con un elegido. A decir verdad, estaba preso de una enajenación difícil de describir.
—¿De qué hablan?— pregunta el joven intrigado reparando en la imagen del vaso.
—Serrano intenta convencer a Nheru de revocar la tentativa de internacionalización de la Antártica. Una iniciativa para impedir que las grandes potencias extiendan su garra emancipadora en el continente de la luz.
—¿Lo logra?
—Se deja convencer, en realidad. Nheru ya sabe que no llegará hasta el extremo meridional del planeta con las armas de la diplomacia sino a través del mito.
El chico con la vista fija en su interlocutor y la mandíbula apoyada en ambas manos parecía exigir una respuesta inmediata. En sus ojos brillaba chispa vivaz e indecisa y su tez adquiría por segundos una palidez mate.
—A través tuyo, muchacho— concluye—. Tú eres quien despejará ese mar impreciso.
Ya es de mañana en Punta Arenas y el sol se proyecta en las casas como una pincelada radiante, llenando de avenencia los espacios de la fría urbe. Junto con Paríksit bajamos las persianas del bar y lo cerramos.
Una luz matutina arroja torrentes de oro sobre las calles y a lo lejos, el mar se encuentra preso de una serenidad envidiable.
Los tres nos dirigimos al puerto animadamente como tres amigos tras una noche de juerga.
El frío llegaba a agrietarme las manos, mientras una confusión desaparecía en la espesura.
En tu evocación, a la entrada del muelle, Paríksit le entrega un sobre al muchacho:
—Aquí tienes tu pasaporte— le dice—. Ese barco gris zarpará en una hora a la Antártica. Hay un calzo para ti.
Su mirada era la última crepitación de una hoguera.
—Los hielos te dirán todo lo demás— concluye.
Vemos al joven acercarse a la oficina de control. El guardia inalterable le pide los papeles de identificación y le pregunta su nombre.
—Kalki, último avatar de Visnú— responde con voz templada y se interna en el puerto.