ENSAYO
Tachas 597 • Ficción y política en la literatura argentina • Ricardo Piglia
Ricardo Piglia
En la Argentina la novela es tardía. Llega, según algunos, en los barcos, con los inmigrantes. ¿Qué podían hacer los paisanos en la llanura, salvo cantar sus penas? «Es un telar de desdichas cada gaucho que usté ve», decía Fierro. El Viejo Vizcacha, de todos modos, es uno de los grandes narradores del siglo XIX. Una especie de Huckleberry Finn escéptico y envejecido, que está de vuelta. Habla con proverbios: cada uno de sus dichos y consejos es la ruina de un gran relato perdido. Mixturado entre los perros, muerta toda experiencia, cuenta sus cuentos morales, miniaturas cínicas de la verdad. Sus narraciones se condensan en una sola frase, sentenciosa y ruin. De vez en cuando traza, en el polvo, con la mano abierta, rayas indescifrables.
Nadie puede escribir en el desierto, piensa Sarmiento. Mejor sería decir: en la pampa, los únicos que escriben son los viajeros ingleses. Ellos cuentan lo que ven: en otra lengua, con otros ojos. El campo es como el mar; en estas tierras claras, octubre y no abril es el mes más cruel.
¿Y los indios? Cuando uno lee el libro de Mansilla sobre los ranqueles (escrito en 1871, antes de la gran masacre) encuentra los rastros de esas sociedades sin Estado que ha estudiado Pierre Clastres. Tribus nómades, sin relaciones de obediencia, ni formas fijas. El poder está separado de la coacción y de la violencia. La particularidad más notable del jefe ranquel es su falta casi completa de autoridad; nunca está seguro de que sus órdenes serán ejecutadas. Esa fragilidad de un poder siempre cuestionado define el ejercicio de la política. En un sentido se podría decir que se trata de una de esas sociedades con un mínimo de política a las que aspiraba Bertolt Brecht. Porque ¿qué sería este dominio privado de los medios de imponerse? Un poder incierto, basado en el convencimiento, en la verdad del otro, en la creencia. En el poder de la palabra. En esas sociedades el Estado es el lenguaje. El talento verbal es una condición y un instrumento del poder político. El jefe es el narrador de la tribu. Cada día, al alba o al atardecer, cuenta historias que suceden en otro tiempo y en otro lugar y así alivia las penurias del presente y construye las esperanzas del porvenir.
En esas sociedades que han sabido proteger el lenguaje de la degradación que le infligen las nuestras, el uso de la palabra más que un privilegio es un deber del jefe. El poder otorgado al uso narrativo del lenguaje debe interpretarse como un medio que tiene el grupo de mantener la autoridad a salvo de la violencia coercitiva. Incluso el relato del jefe no tiene por qué ser escuchado y a menudo los indios no le prestan la menor atención. Juegan, discuten, se ríen, mientras el poder les habla. A veces el cacique habla de eso: de las desdichas que producen la indiferencia y la soledad. Como Kafka, el jefe narra para la muerte, para que sus palabras se pierdan en el vacío. Pero, como un personaje de Kafka, ese hombre, prisionero de sus súbditos, sigue, todos los días, construyendo sus bellos relatos sin ilusión. Y porque a pesar de todo sigue hablando, todos los días, al alba o al atardecer, logra que sus historias entren en la gran tradición y sean recordadas por las generaciones futuras. Hasta que por fin un día la gente lo abandona: alguien, en otro sitio, en ese mismo momento, está hablando en su lugar. Entonces su poder ha terminado.
En el desierto, dice Mansilla, mandan los narradores, los que saben transmitir al lenguaje la pasión de lo que está por venir.
¿Y en la civilización? Allí la historia es otra. La ficción aparece como antagónica con un uso político del lenguaje. La eficacia está ligada a la verdad, con todas sus marcas: responsabilidad, necesidad, seriedad, la moral de los hechos, el peso de lo real. La ficción se asocia con el ocio, la gratuidad, el derroche de sentido, lo que no se puede enseñar; se asocia con el exceso, con el azar, con las mentiras de la imaginación como las llama Sarmiento. La ficción aparece como una práctica femenina, una práctica, digamos mejor, antipolítica. (No hay nada más alejado de los lugares de poder que una mujer en la Argentina civilizada del XIX. Basta pensar en la madre de Sarmiento, tejiendo en su telar de desdichas, bajo un árbol, en el patio de la casa, compitiendo sin esperanzas con las telas importadas de Manchester que su hijo ve como el signo mismo de la civilización; retenida, la mujer, en un uso arcaizante de la lengua, y a ese español materno la prosa de Sarmiento le debe todo).
El espacio femenino y el espacio político (todo eso está, por supuesto, en Amalia de Mármol). O si ustedes quieren, la Novela y el Estado. Dos espacios irreconciliables y simétricos. En un lugar se dice lo que en el otro lugar se calla. La literatura y la política, dos formas antagónicas de hablar de lo que es posible.
Sarmiento expresa mejor que nadie la concepción de una escritura verdadera que sujeta la ficción a las necesidades de la política práctica: escribe desde el Estado (futuro) y en Facundo usa la ficción con toda suerte de artimañas y la define como la forma básica que tiene el enemigo de hacer la historia. Para Sarmiento la ficción condensa la poética (seductora) de la barbarie.
Macedonio Fernández es la antítesis de Sarmiento. Invierte todos sus presupuestos, quiero decir, invierte los presupuestos que definen la narrativa argentina desde su origen. Une política y ficción, no las enfrenta como dos prácticas irreductibles. La novela mantiene relaciones cifradas con las maquinaciones del poder, las reproduce, usa sus formas, construye su contrafigura utópica. Por eso en el Museo de la novela de la Eterna hay un Presidente en el centro de la ficción. El Presidente como novelista, otra vez el narrador de la tribu en el lugar del poder. La utopía del Estado futuro se funda ahora en la ficción y no contra ella. Porque hay novela hay Estado. Eso dice Macedonio. O mejor porque hay novela (es decir, intriga, creencia, bovarismo) puede haber Estado. Estado y novela ¿nacen juntos? En Macedonio la teoría de la novela forma parte de la teoría del Estado, fueron elaboradas simultáneamente, son intercambiables.
Macedonio Fernández encarna antes que nadie (y en secreto) la autonomía plena de la ficción en la literatura argentina. El Museo de la novela se escribe, se reescribe, se anuncia, se posterga, se publica fragmentariamente, se vuelve a escribir y a postergar entre 1904 y 1952, hasta que en 1967, quince años después de la muerte de Macedonio, se publica una versión. Por encima pasan Gálvez, Payró, Lynch, Güiraldes, Mallea, mientras abajo, en la cueva, el viejo topo cava la tierra. En el mundo inédito de ese museo secreto se arma la otra historia de la ficción argentina: ese libro interminable anuncia la novela futura, la ficción del por venir. Los prólogos proliferan en el Museo: Macedonio está definiendo una nueva enunciación; construye el marco de la novela argentina que vendrá.
Arlt, Marechal, Borges: todos cruzan por la tranquera utópica de Macedonio.
Muchos de nosotros vemos ahí nuestra verdadera tradición. Pensamos también que en esos textos se abre una manera distinta de ver las relaciones entre política y literatura. Para muchos de nosotros, quiero decir, Macedonio Fernández (y no Manuel Gálvez) es el gran novelista social.
No se trata de ver la presencia de la realidad en la ficción (realismo), sino de ver la presencia de la ficción en la realidad (utopía). El hombre realista contra el hombre utópico. En el fondo son dos maneras de concebir la eficacia y la verdad.
Contra la resignación del compromiso realista, el anarquismo macedoniano y su ironía. ¿Cómo no recordar la comuna que Macedonio Fernández, Julio Malina y Vedia y algunos más (entre ellos el padre de Borges) intentaron fundar en una isla del Paraguay? De esa experiencia queda La nueva Argentina, el libro que Malina y Vedia escribió veinte años después. Y toda la obra de Macedonio. Que puede ser leída como la crónica de esa sociedad utópica. Los papeles de Macedonio Fernández son el archivo de una sociedad utópica.
La literatura construye la historia de un mundo perdido.
La novela no expresa a ninguna sociedad sino como negación y contrarrealidad. La literatura siempre es inactual, dice en otro lugar, a destiempo, la verdadera historia. En el fondo todas las novelas suceden en el futuro.
Si la política es el arte de lo posible, el arte del punto final, entonces la literatura es su antítesis. Nada de pactos, ni transacciones, la única verdad no es la realidad. Frente a la lengua vigilante de la real-politik, la voz argentina de Macedonio Fernández.
«Emancipémonos de los imposibles —decía—, de todo lo que buscamos y creemos a veces que no hay, y peor aún que no puede haber. Nada entonces debe detenernos en la busca de la solución plena, sin restricciones, ni resabios irreductibles».
La ficción argentina es la voz de Macedonio Fernández, un hilo de agua en la tierra seca de la historia.
Esa voz fina dice la antipolítica, la contrarrealidad, dice el espacio femenino, los relatos del cacique ranquel, dice los rhînir de Borges, los filósofos barriales de Marechal, la rosa de cobre de Roberto Arlt. Habla de lo que está por venir.
La tradición de esa política que pide lo imposible es la única que puede justificarnos.
Más allá de la barbarie y del horror que hemos vivido, en algunas páginas de nuestra literatura persiste una memoria que nos permite, creo, no avergonzarnos de ser argentinos.
(El texto fue leído por el autor en el congreso sobre «Cultura y democracia en la Argentina», Universidad de Yale, abril de 1987.)
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Ricardo Piglia (Adrogué, 1941-Buenos Aires, 2017) Escritor y Crítico. Publicó Respiración artificial, La ciudad ausente, Plata quemada (llevada al cine por Marcelo Piñeyro; Premio Planeta Argentina), Blanco nocturno (Premio de la Crítica, Premio Rómulo Gallegos, Premio Internacional de Novela Dashiell Hammett y Premio Casa de las Américas de Narrativa José María Arguedas) y El camino de Ida; los cuentos de La invasión, Nombre falso, Prisión perpetua yLos casos del comisario Croce; y los textos de Formas breves (Premio Bartolomé March a la Crítica), Crítica y ficción, El último lector y Antología personal, que pueden ser leídos como los primeros ensayos y tentativas de una autobiografía futura, que cristaliza en Los diarios de Emilio Renzi, divididos en tres volúmenes. Piglia fue galardonado también con el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, el José Donoso, el Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas, el Konex y el Formentor de las Letras.