NARRACIÓN
Tachas 620 • El Doctor Kingston Salvando La Casa De Los Ninjas • Iván Gutiérrez Moscoso
Iván Gutiérrez Moscoso

El dolor avanzaba por la noche como un tren sin frenos, dispuesto a estrellarse contra un gran muro. Jamás el silencio lo había incomodado tanto, pero estaba seguro que siempre existe una primera vez para todo. Intentó cerrar los ojos y curar las heridas llevando su mente a un lugar donde no había nada, un espacio vacío. Cambió de opinión rápido y prefirió una calle llena de faroles encendidos y una brisa fresca y veraniega. Al final el dolor no terminó disolviéndose y los puños de las manos se quebraban en cualquier intento por contraerse. Había pasado años repitiéndose en lo mismo y nunca había sentido aquel intenso dolor. Por más que luchaba por mantener los ojos cerrados terminaban abriéndose, era indudable que algo rondaba por la habitación. El olor a humedad por esa época del año se hacía insoportable, pero después de todo le provocaba una satisfacción extraña, una especie de seguridad.
La casa en los últimos años comenzó a adquirir ese espíritu de cambio constante, para los habitantes era cada vez más traumático sostener su vida en esas arenas movedizas. Si le pedían contar su historia en ese momento no hubiera podido empezarla. La única certeza era el dolor y el olor a tierra húmeda. No le molestaba no poder responder a ese pedido, le molestaba que en unas horas una pequeña lluvia dejaría el terreno de entrenamiento inestable, también le molestaba la idea de no estar con Hikaru, la hija del Doctor Kinston. A pesar de todos los intentos por mantenerse enfocado en el entrenamiento, la chica pasando a su lado no dejaba de sacudirle el pecho.
Después de muchas vueltas en la cama, de asimilar el dolor de sus manos como algo natural, terminó cayendo en un sueño profundo. Si lo miramos de lejos parece un hombre durmiendo, de cerca, sin embargo, había algo en él que se quebraba.
Al día siguiente les tocaba entrenar con espadas y cuchillos para perfeccionar los implantes. La casa era la última escuela de ninjas en aquel rincón de aquella región, de aquel país que nunca terminaremos de nombrar, porque en el fondo esta historia es de muchas regiones y también de solo una.
La casa tenía una historia de triunfos, de poder, de gloria, pero también escondía en sus pasillos grandes misterios y traiciones. Los habitantes de la casa eran hombres que habían entrenado bajo la vigilancia y la sabiduría del último maestro ninja, un hombre pequeño y silencioso, de ojeras pronunciadas, manos fuertes, piernas duras y mirada melancólica. Un hombre que conservaba, hasta nuestros días, la forma más tradicional de entrenamiento.
Al principio no le vinieron bien los cambios, lo tuvieron complicado, llegando incluso a quitarle el sueño repetidas noches, porque los debates entre la tradición y las nuevas tendencias siempre terminan complicando a cualquiera y el último maestro ninja, a pesar de toda su fuerza, tenía debilidades.
El viejo se había enamorado de dos motivos que lo lleva ron a cambiar casi todas sus convicciones. Para un análisis más certero, una pasión lo llevó a la otra: el alcohol y el amor de una mujer. A ambos los conoció hace ya bastantes años. Desde entonces ganó una certeza indiscutible. El viejo adoptó como única afirmación inamovible de su vida que la disciplina siempre terminaba quebrándose por estos motivos.
El último ninja experimentó uno de los peores golpes: los cambios y evoluciones de la ciencia y el progreso de la humanidad. El incremento de tecnologías terminó por sepultar muchas cosas, y entre ellas también quedaron relegados los ninjas. Los clanes quedaron desempleados, las posibilidades de espionaje disminuyeron, perdieron su dramatismo y teatralidad gracias a la inteligencia artificial, a los satélites, a los aviones fantasmas, a los implantes biónicos, a los microchips, a la nanotecnología. Las guerras actuales cambiaron su modo de ser, la lucha cuerpo a cuerpo quedó reducida a computadores, estrategias robóticas y virtuales.
El viejo vio poco a poco a todos sus amigos desaparecer, algunos se alejaron de la violencia para adoptar una vida ordinaria, a un oficio común. Optaron por el papel del hombre sencillo, un trabajo tranquilo, una familia y el recuerdo de aventuras como una cosa del pasado. Anécdotas juveniles serán dos palabras que dirán en una que otra cena de ninjas retirados, que el tiempo también se encargará de hacerlos desaparecer.
Lentamente se esfumaron, la mayoría abandonó resigna do la vida del camuflaje y las artes marciales. A la vez que ocurría el olvido, la soledad atacaba sin descanso, con rabia, con la de terminación y la paciencia de un francotirador, eliminando uno a uno a todos los que intentaron continuar con su vida rebelde de traje y máscara oscura. Los suicidios se convirtieron en una peste y la palabra ninja como un músculo bien trabajado se hinchó en los terrenos de la mitificación, de la imaginación más lejana, de lo sencillamente fantástico pero innecesario.
El viejo no se dejaba vencer, era terco y siguió entrenando, trató de mantener la casa a pesar de todas las adversidades, cada vez eran menos aprendices y los impuestos y la mantención de la casa comenzaron a ahogarlo. Cuando creía que todo estaba perdido apareció un viejo amigo con el que tenían un pasado en común y un trato sellado hace muchos años con silencio y sangre.
El Dr. Benjamín Miranda Kingston tocó su puerta. Los aprendices observaron al visitante con sorpresa, su traje era excesivamente elegante. La casa era modesta y la vida para los habitantes también, pero eso era parte de las doctrinas de un ninja aprendiz.
El Dr. Kingston y el viejo se encerraron en la habitación principal por horas, nadie pudo escuchar lo que se habló dentro, ningún aprendiz pudo infiltrarse en la conversación porque el viejo había hecho esa habitación exclusivamente con la esperanza de que algún día el Dr. Kingston tocara a su puerta. Y cuando ese día llegará no quería ser interrumpido.
Al salir de la habitación se estrecharon las manos. El Dr. Kingston les regaló una sonrisa a todos los aprendices, luego desapareció detrás de la puerta, dejando el sonido de sus zapatos atrapado entre las paredes de la casa. El maestro ninja se fue al cuarto del silencio sin decir ni una sola palabra. Permaneció adentro una semana.
Se cuenta que durante esos días el tiempo había quedado detenido. Nadie en la casa puede asegurar si esos siete días en verdad existieron, algunos creen que fue un artilugio del maestro que los dejó dormidos, otros simplemente no los recuerdan.
Al mes el doctor Kingston llenó la casa de artefactos y trabajadores con mandiles blancos. Las deudas de la casa fueron pagadas y todos los aprendices entraron a un nuevo y estricto régimen de entrenamiento.
Durante un año nadie pudo explicar lo que pasaba. La gente del doctor Kingston permanecía encerrada todo el día en las nuevas instalaciones. Los aprendices no dejaban de entrenar. El viejo se perdía cada vez por más tiempo en el cuarto del silencio.
Al año siguiente las cosas cambiaron un poco, hombres y dos mujeres del equipo del doctor Kingston tenían la tarea de vigilar a los aprendices en el campo de entrenamiento, en la comida, en la meditación, en los momentos de descanso, en los días festivos, todo el tiempo estaban observándolos.
Regularmente pasaban por la casa autos negros con hombres de trajes elegantes y gafas oscuras. Cuando llegaban a la casa, los empleados del doctor los anunciaba y en cuestión de segundos ya estaban recibiéndolos en las instalaciones. Se encerraban en la oficina de Kingston. Alguna vez incluían en las reuniones al viejo, pero cada vez lo hacían menos porque el último ninja estaba sumido en una depresión y dependencia total al vodka. Al parecer al doctor Kingston y a sus visitas, eso —por el momento— los tenía sin cuidado.
Al cabo de un tiempo el doctor Kingston clausuró el cuarto del silencio y puso al viejo en un programa de recuperación. Nadie en la casa entendía lo que significaba aquello, pero exactamente después de treinta días, el viejo era de nuevo el mismo de antes. Inexplicablemente la fuerza y las destrezas de cuando era joven habían vuelto a bendecirlo.
En los meses que siguieron los aprendices se sometieron a un entrenamiento especial de alto riesgo en el que incluso algunos perdieron la vida. El viejo era implacable, no perdonaba ni el más mínimo error. Así que en poco tiempo solo quedaron los aprendices más fuertes y preparados.
Cuando se le informó al doctor Kingston que el equipo ya estaba listo comenzó a funcionar el programa. Los aprendices fueron seleccionados por grupos según las destrezas y virtudes que tenían, y fueron llevados a un nuevo sector de la casa. El doctor Kingston dio la bienvenida al sector de entrenamiento mixto, y le asignó a cada uno un asistente para atender cualquier duda y necesidad que podría surgir.
El sector mixto era un campo de entrenamiento de diferentes artes marciales, pero con la combinación de máquinas que copiaban y adquirían todos los movimientos del aprendiz para llevarlos a un nivel superior, una vez que la máquina adoptaba por completo el movimiento y el estilo del ninja, hacía una comparación con otras cualidades animales compatibles y así mejoraban el rendimiento a un cien por ciento. Hasta ese punto todo se concentraba en mejorar las aptitudes de los nuevos guerreros.
Una vez concluida la fase del entrenamiento mixto comenzó el periodo de experimentación. Todos los aprendices fueron expuestos a combinaciones químicas que les permitieron adquirir fisionómicamente destrezas antes no adquiridas. El viejo se convirtió en alguien extremadamente implacable y la exigencia poco a poco se iba convirtiendo inhumana.
Por las noches, el último ninja soñaba con diferentes versiones aisladas que alguna vez recreo en el cuarto del silencio, para retenerla un poco más, en eso que le quedaba de la memoria de aquella mujer que quiso tanto, a pesar de lo peligroso del tiempo que vivieron ambos. Entre la brutalidad y todos los discursos que no terminaba de entender acerca del programa, la idea de que en alguna parte ella pudiese materializarse en el tiempo, en una oportunidad diferente al de las prohibiciones que les tocó vivir, le daba el aliento para ser más fuerte, más metódico, pero también lo empujaba al desfiladero del alcohol en donde suelen ahogarse las soledades.
Increíblemente ninguna de las tres cosas le perjudicaba, todo lo contrario, se convirtieron en una suerte de combinación mágica, que giraba en torno a la idea de las posibilidades de encontrarse con esa mujer en cualquier momento.
Dejó de visitar el cuarto del silencio, porque la amargura lo distraía y para lo que se venía necesitaba estar atento.
Una mañana de abril el viejo dio la noticia que todos estaban esperando. Les informó que ya estaban preparados, que pasarían a cumplir su primera misión, y que, de acuerdo al desempeño, se convertirían en los artífices de llevar el arte ninja a otro nivel.
El programa estaba listo.
El doctor Kingston se emocionó con las palabras del último ninja. Sus planes se iban cumpliendo, estaba a un paso de hacer posible lo que, en otros tiempos, no hubiera sido más que el guion barato de una película de acción.
Samu, miraba a la hija del doctor y ella también lo miraba, siempre con una seriedad imperturbable, a veces su mirada se fijaba en algún punto como si se sumergiera en una meditación, abandonando su cuerpo en una imagen petrificada.
Hikaru, a diferencia de los aprendices, podía salir de la casa. A veces se perdía varios días fuera y solo la veían llegar en uno de los autos que transportaban a los hombres con los que el doctor Kingston se reunía. Otras veces llegaba en una motocicleta modificada por ella misma. Pasaba horas dentro de su taller improvisado cerca de los laboratorios tecnológicos, aprovechando las herramientas y las innovaciones que desviaba del programa a su taller para hacer mejoras a su vehículo.
Se le veía muy poco, en los horarios de comida o en algún evento importante. A veces, junto a los asistentes de Kingston observaba desde la terraza del centinela los entrenamientos. Samu escuchó que cada vez que ella llegaba de algún viaje el último ninja la mantenía en el cuarto del silencio por varios días. Samu no entendía la razón y consideraba que era una especie de castigo, aunque también sabía que permanecer en el cuarto implicaba de mucha destreza en la disciplina. Pero a pesar de todo el misterio que la rodeaba, nunca la vio entrenando y mucho menos peleando, solo la veía caminando por los pasillos de la casa o contemplando con el ceño fruncido un punto fijo en el espacio.
Si Samu hubiese tenido la posibilidad de irse de aquel lugar con ella no lo hubiera dudado ni por un segundo, a pesar de lo extraño que podía parecer la situación. En la cabeza del aprendiz surgían constantemente imágenes de una vida lejos de lo que le tocaba en la casa, y en ellas incluía a Hikaru. El sonido de un mundo ajeno a todo el universo al que pertenecía lo ponía ansioso, a pesar de que sabía que todo en él estaba diseñado para cuidar los muros de la casa. Pero el eco de esa especie de latidos furiosos que le venían de afuera en forma de alfileres pinchaban su piel curiosa, las ganas de poner en práctica y sobrevivir con toda la dureza y nobleza del arte ninja. Fundar otra casa, luchar contra ese monstruo invisible del que alguna vez el maestro habló, llamándolo progreso. Vencerlo y mantener la naturaleza ninja en el tiempo.
Pero escapar era imposible, porque con Gorobei eran los aprendices de mayor rango dentro de la casa, era claro que muy pronto uno de los dos terminaría liderando el programa. Si en ese momento hubiera tenido la opción de dejarlo todo para escapar con la hija del doctor, lo hubiera hecho sin vacilación. Pero Samu era un ninja y no le correspondía hacerlo, se debía a su maestro, a esa casa.
Esa noche no entrenaron, dispusieron el tiempo para relajarse y meditar para enfrentar con mejor ánimo la misión. Samu decidió caminar, estaba completamente prohibido salir de la casa para los aprendices, pero los jardines —como un oasis en medio del desierto— eran lo suficientemente grandes como para asegurar una cálida y serena caminata. La luna explotaba en una luz que empapaba todo, el ruido del jardín era como el eco de una canción artificial, compuesta por un idioma inventando que no respondía a nadie más que a esa tierra.
El cuerpo de Samu estaba lastimado, agotado por las horas extenuantes de entrenamiento, a pesar de eso, en ese momento, mientras acariciaba con la mano la superficie de unos arbustos sentía como se renovaban sus fuerzas. Era imposible desaparecer en toda esa calma, había algo en cada paso, en cada sombra delineada en el suelo que lo sujetaba a un punto irreal, no podía dejar de sentir el pequeño impulso de alerta, aunque por la intensidad de los últimos días, a veces se le hacía difícil diferenciar entre los efectos del entrenamiento y lo que pasaba en la realidad. A pesar de eso, sentía que ese momento era más intenso, premonitorio de algo que en ese momento le era difícil definir. Después de un rato se sentó cerca de la fuente de agua desde donde fluía un ruido que llenaba la noche. Según el viejo era necesario alimentar y humedecer el alma dormida. Samu se quedó mirando las estrellas acompañado del ritmo monótono del goteo del agua. Cuando estaba a punto de caer dormido, una silueta casi imperceptible paso por su lado lo que lo hizo reaccionar al instante. Al reconocer un cuerpo, intentó atraparlo, pero fracasó, fue esquivado y reducido con mayor rapidez por la hija de Kingston.
Hikaru lo soltó de inmediato. Ambos se miraron. Tardaron en hablar. Luego, intercambiaron palabras, algo tímidos, escuetos, casi sin mirarse. Recorrieron el jardín desplazándose entre las sombras de los árboles movidos por el viento. La noche continuó avanzando. Samu trataba de concentrarse en él, en sus pasos, en sus reflexiones, sabía que le esperaba un día complicado y necesitaba mantenerse firme, sin distracciones, pero Hikaru lo atraía, lo envolvía con la ligereza de sus pasos mientras hablaba de su vida, mientras confesaba sus miedos con pudor. Samu, sin explicación alguna del porqué, de repente pudo revelarse frente a ella.
Durante la caminata, Hikaru le contó la historia de cómo había perdido a su madre siendo apenas una niña, le habló sobre la desconfianza mutua que existía con su padre, a pesar de que él estaba entregado a la idea de reparar aquello. En realidad, más que una relación, entre ellos existían secretos y negocios. Secretos para sobrevivir en medio del caos, el mantenerlos en buen recaudo implicaba la garantía de que ninguno se comiera al otro. Lo observaba con perspicaz detalle, guardando también el secreto que sabía de Kingston y del viejo. Prefirió no decir nada, porque entendía que la garantía de sobrevivir se la custodia en el mutismo, la palabra solamente debía ser usada antes de agitar con certeza la espada en virtud de la venganza, y ese no era el caso. Así que le habló del miedo que a veces repentinamente la invadía y le quitaba el sueño. Le contó que aquella destreza que los hacía diferente —destreza que ella llevaba incrustada en la sangre— consistía en la limpieza al cercenar una garganta, que a pesar de lo enclaustradas que podrían parecer las cosas, era un privilegiado ser parte de algo mucho más grande, del surgimiento de un legado aplastado injustamente por el tiempo, ser responsable de iniciar una nueva era apta solo para los más fuertes, apta solo para quienes estén libres de la corrupción de los tiempos viejos.
Se quedó callada mirando el cielo, las nubes, las estrellas. A esa hora la luna ya era un retazo de luz que había perdido todo su calor. Él también miró las mismas estrellas, el mismo cielo, el mismo espacio en la lejanía del universo compartido.
El ninja se quedó mirándola en silencio, su corazón latía con fuerza, era intenso como un entrenamiento y tembló, estaba seguro de que temblaba y de repente ella le dio un beso.
Samu, sin pensarlo, se lo correspondió. El tiempo se había detenido lo suficiente como para que la pesadez de la noche pasara desapercibida, hasta que sin darse cuenta Hikaru se perdió en los recovecos de la casa.
Samu recorrió los pasillos que lo llevan hasta su habitación, era indudable que el sueño había escapado como un fugitivo despavorido. Al pasar toda la distracción con la guerrera, el dolor del cuerpo comenzó a sedarlo de a poco hasta que se quedó profundamente dormido.
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Iván Gutiérrez Moscoso (Cochabamba, 1988) Fundó la revista independiente de literatura y arte "La pierrot," en su ciudad natal. Estudió Filosofía y Letras en el Instituto de Filosofía y Humanidades Luis Espinal y, simultáneamente, Administración de Empresas en la universidad NUR de Cochabamba. Durante estos tres últimos años ha colaborado en suplementos culturales de diferentes ciudades y ha participado en encuentros de filosofía y humanidades. El año 2009 obtuvo el Primer Premio en el Concurso Nacional Petrobras Noveles Escritores, con la novela Laura se ve hermosa así.