ENSAYO
Tachas 620 • Pequeños Sueños, Soñados Despierto • Ernst Bloch
Ernst Bloch

1. COMENZAMOS CON LAS MANOS VACÍAS
Me agito. Desde muy pronto se busca algo. Se pide siempre algo, se grita. No se tiene lo que se -quiere.
2. MUCHAS COSAS SABEN A POCO
Pero aprendemos también a esperar. Porque lo que un niño desea, es raro que le llegue oportunamente. Se espera incluso al deseo mismo, hasta que este se hace claro. Un niño echa la mano a todo, para saber lo que significa. Lo tira todo, de nuevo, posee una curiosidad insaciable, y no sabe de qué. Pero ya aquí vive lo vívido, ese algo distinto con el que se sueña. Los niños destrozan lo que se les regala, buscan algo más, lo desencubren. Nadie podría decir de qué se trata, y nadie lo ha recibido. Así se desliza lo nuestro; todavía no existe.
3. DÍA A DÍA EN LO DESCONOCIDO
Mas tarde se pone mano a algo mas concretamente. Se desea aquello de lo que los nombres hablan. El niño quiere ser cobrador o confitero. Busca os, lejanos caminos y todos los días pasteles. Parece algo sensato. También de animales no se cansa uno de soñar. Especialmente de los sueños, que son los que menos atemorizan, los que corren por la mano.
O los que pueden ser apresados con la red, haciéndose así real un lejano deseo. El confitero se convierte en cazador en un espacio cómicamente aglomerado. El lagarto corre verde y azul, algo incomprensiblemente multicolor vuela como mariposa. También las piedras viven, no se escapan de las manos, puede jugarse con ellas, y ellas mismas juegan con uno. «Quisiera que todo fuese así», decía un niño, y se refería a una canica que se había ido rodando, pero que le esperaba. El juego es metamorfosis, pero una metamorfosis sobre suelo seguro, una metamorfosis que retorna. Según el deseo, los juegos transforman al niño mismo, a sus amigos, a todas sus cosas, haciendo de ello una lejanía conocida: el suelo mismo del cuarto en que los niños juegan se convierte en una selva llena de animales salvajes, o en un mar en el que cada silla es un barco. Pero, sin embargo, el miedo estalla cuando lo cotidiano se aleja demasiado o no retorna fácilmente a su vieja fisonomía. «Mira, el botón es una bruja», grita un niño mientras juega, y no vuelve a tocar tampoco más tarde el botón. Y no obstante, el botón no se había convertido en otra cosa que lo que el niño quería, solo que se había convertido en ello demasiado tiempo. El menaje casero no debe permanecer demasiado tiempo en el terreno del sueño; tiene que seguir siendo el lugar no dañado por el lagarto ni amenazado por la mariposa. Desde él se dirigen preferentemente miradas a través de la ventana, miradas breves y profundas hacia lo otro. El bicho multicolor es él mismo una ventana multicolor, detrás de la cual se encuentra la lejanía deseada. Muy pronto no es otra cosa que algo así como los sellos de correo que nos hablan de países lejanos. O como la caracola en la que percibimos el rumor marino, si la acercamos suficientemente al oído. El niño se pone en camino, reúne por doquiera algo que le es enviado desde fuera. Ello puede ser, a la vez, testimonio de las cosas para ver las cuales el niño es enviado temprano a la cama. En su mirada fija en una piedra de color germina ya mucho de lo que él deseará más tarde para sí.
4. ESCONDITE Y BELLA LEJANÍA ENTRE SÍ
Y, a la vez, el deseo de ser él mismo invisible. Se busca un rincón que piutaiv y oculte. Una delicia la intimidad, pero, sobre todo, en ella se puede hacer lo que se quiere. Una mujer nos cuenta: «hubiera deseado estar debajo del armario, allí hubiera querido vivir y jugar con el perro.» Un hombre nos dice: «cuando éramos niños, nos construimos un escondrijo entre las ramas, que no se podía ver desde fuera. Una vez que estábamos arriba, quitábamos incluso la escalera y rompíamos toda relación con el suelo. Entonces nos sentíamos totalmente felices.» Aquí queda descrito de antemano el aposento propio, la vida libre que vendrá.
EN CASA Y YA EN CAMINO
El niño escondido se escapa también, medrosamente. Busca lejanos horizontes, a pesar de que se incrusta; se tiene a sí mismo solo cuando se escapa, siempre armado de sus cuatro paredes. Tanto mejor incluso si el escondrijo se mueve, es decir, si está constituido por algo vivo. Y aquí, esto significa: un escondrijo constituido por proscritos y gentes extrañas, gentes con las que se sigue el camino y entre las que nadie nos sospecha. Los niños en la escuela no siempre posponen todo a la aspiración de dar una alegría a sus padres y maestros; pero los padres y maestros saben, y muy bien, cómo enturbiar los días. La aflicción en la escuela puede ser más dura que ninguna otra de las que vendrán, a excepción de la del penado. De aquí el deseo, afín al del penado, de escapar; como el exterior es todavía indistinto, se hace maravilloso. Una mujer cuenta: «cuando era una jovencita, deseaba constantemente que entraran ladrones. Quería mostrarles todo, plata, dinero, ropa, para que se lo llevaran todo, y como prueba de gratitud, que me llevaran también a mí.» Un hombre cuenta: «cuando oí, por primera vez, una gaita, corrí detrás como se corre siempre detrás de algo extraordinario. Pero no di la vuelta al poco tiempo, como suele hacerse con las cosas curiosas que salen al paso en la calle, como ocurre con el afilador, el Ejército de Salvación, etc., sino que seguí a la gaita por las afueras de la ciudad, por la carretera, por pueblos que conocía y pueblos que no conocía. Me arrastraba no solo el hombre fantástico de la gaita, me seducía el espíritu tonante que habitaba para mí en la gaita, y en el que, al fin, me convertí yo mismo.» Es así como, con siete u ocho años, lo angosto se hace ancho, lo más lejano acontece en él (cuando se alza la escalera del suelo). El escondrijo, sin duda, es lo único que se desplaza, el niño en él sólo invisiblemente escapa de él con sus amigos. Se arrastra él mismo sobre el corcel jadeante, con el plumaje al aire hacia la seguridad de la aventura. La noche está llena de posadas y castillos; en todos haypieles, armas, fuego crepitante en la chimenea, hombres como robles, y ningún reloj. Significativos de este gusto jaspeado del escondrijo son también, en esta edad, los dibujos en el secante de los cuadernos de clase. Sobre el papel se traza una seguridad erizada de espinas, una casa, una ciudad, una fortaleza a orillas del mar, de la que asoman los cañones. Delante de la fortaleza se ven islas que rechazan al enemigo que viene del mar, mientras que tierra adentro se ve un triple cinturón de casamatas. Estas últimas dominan la calzada, el único acceso a la fortaleza soñada, y la calzada está minada. La ciudad marina, invisible desde la escuela y desde casa, inasequible, descansa así con ojos adormecidos. Y, sin embargo, la fortaleza no ha sido solo trazada como inexpugnable, sino también como poderosa, irradiante, y señala hacia lo lejos, más allá del margen del papel, hacia lo desconocido. La propia vida estaba protegida y circundada allá a lo alto por almenas, pero a las almenas podía subirse en todo momento y disfrutar del panorama. Este entrelazamiento de espacio angosto y bella lejanía no termina tampoco después. Es decir, el mundo deseado es, a partir de esta época, una isla.
5. LA HUIDA Y EL RETORNO DEL VENCEDOR
El que sueña no queda nunca atado al lugar. Al contrario, se mueve casi a su antojo del lugar o de la situación en que se encuentra. Hacia los trece años de edad se descubre el yo arrebatador, y es por ello que, hacia esta época, crecen con especial exuberancia los sueños de una vida mejor. Animan el día en efervescencia, sobrevuelan la escuela y la casa, se llevan consigo lo que nos es caro y bueno. Son las avanzadas en la huida y preparan un primer alojamiento para nuestros deseos, cada vez más distintos. Se ejercita uno en el arte de hablarse de aquello que todavía no se ha experimentado. Incluso la cabeza más mediocre se cuenta en esta edad historias, fábulas sencillas, en las que le va bien. Forja las historias camino de la escuela o durante un paseo con amigos, y siempre, como en un cuadro de encargo, el que relata se encuentra en medio del relato. En esta edad, casi todos se hallan penetrados de odio contra lo mediocre, aunque el que odia no esté tampoco lejos de la mediocridad. El guayabo quiere corregirse, el petimetre desprecia el ambiente aburguesado de su casa. Las chicas laboran en sus nombres de pila como en su peinado, lo hacen más incitante que lo que es, y alcanzan así el punto de partida para un ser ensoñado distinto. Los adolescentes aspiran a una vida más noble que la que, en todo caso, lleva su padre, a acciones inconmensurables. Se intenta la felicidad, que sabe a prohibido y hace todo nuevo.
AL BARCO
No siempre, al menos distintamente, actúan también incitantes sexuales. Las chicas conservan durante largo tiempo un recato adquirido, los chicos respetan en sí mismos una cierta frialdad seca. Soberbia y narcisismo impiden, a menudo, dar al amor un lugar especial ensoñado. El adecuado o la adecuada no aparecen, o si aparecen, es solo en el propio sexo; a menudo ni en el deseo existen. Y así es, que en esta etapa los castillos en el aire es raro que se conviertan en imaginaciones de placer; el harén y la mujer soñada vienen más tarde. En la seca fantasía se mantienen también durante bastante tiempo construcciones infantiles, cuya soledad se llena justamente con el motivo de la huida. Una mujer cuenta de esta edad: «hubiera querido ser pintora, me soñaba en un palacio oriental en una montaña, donde vivía con mi hijo ilegítimo que había tenido de un hombre muy distinguido». Un hombre, preguntado por la fábula de sus quince años, nos cuenta: «hubiera querido irme al mar, y me imaginé para ello un barco de guerra sin igual. Se llamaba "Argos" y hacía tantos nudos por hora, que estaba, casi simultáneamente, en todas las costas de la tierra. Yo era el señor del "Argos", con el rango y título de un Príncipe-Almirante, dominaba sobre todos los emperadores y reyes, redistribuía el mapa del mundo por virtud de mis cañones eléctricos, y, sobre todo, reponía a mi querida Turquía en sus antiguas fronteras. Una vez al año venía la noche voladora; el barco abandonaba el mar y aterrizaba en la montaña más alta de la tierra. Allí invitaba a mis amigos, les dejaba ver en el futuro por una ventana situada especialmente, y ejercía los misterios del rayo verde. Este rayo brillaba por breves instantes sobre el Océano Pacífico después de la puesta del sol; y yo sabía manejarlo de tal manera, que por medio de él podían contemplarse todos los imperios del pasado». Aquí se trata todavía de fantasías burguesas desbordadas; en los adolescentes proletarios de esta edad las fantasías son más moderadas, y también más disciplinadas y reales. Pero, sin embargo, aunque aquí los contenidos han perdido imaginación, se mantiene también la tendencia a la fábula, claramente por encima de lo dado. Es evidente que estas fabulaciones no surgen solo delas profundidades del ánimo, sino, en igual medida, de los periódicos y de los libros de aventuras con sus maravillosas imágenes en colores; de las casetas de feria, donde se arrastran y se hacen saltar en pedazos las cadenas, donde se canta la canción a la estrella de la tarde y luce la media luna. «Argos», Turquía y cosas semejantes proceden de aquí, como también los colores toscos o rudamente aventureros que sirven de fondo a estas composiciones. La imagen originaria del barco significa la voluntad de partida, el sueño de la venganza ambulante y del triunfo exótico. «Argos» (y lo que cada experiencia individual pueda poner en su lugar) es una especie de arca para los principales deseos de esta edad, para los deseos de triunfo. La voluntad destruye la casa en la que se hastía y en la que está prohibido lo mejor. Y así edifica en la historia infinita su castillo roquero en las nubes o la fortaleza como barco.
LA CORTEZA CENTELLEANTE
Solo después apuntan apetitos que se han hecho preferidos, y que pronto van a espumar. El amor no deja a nadie solo en el palacio ensoñado o en el mar. Ya no se busca ni se fabula la soledad, sino que se hace insoportable, es lo insoportable por antonomasia de la vida que comienza con los diecisiete años. Cuando, por eso, pasa mucho tiempo sin que aparezca la chica verdaderamente adecuada, aparece en algún sitio la chica que nos pensamos, que nos imaginamos. Ahora se hace indecible el tormento de haber desaprovechado la ocasión: toda fiesta a la que no se ha asistido ofrece lugar para pintarse deseos ilusionados, y el adolescente cree que, precisamente en la tarde perdida, descendieron a la tierra esas ilusiones. Ahora es ya muy tarde para salirles al encuentro, y la chica, aunque llegara a encontrarse, no satisfaría nunca la imagen exagerada que se ha hecho de ella. Pero también en los encuentros logrados juega un papel el encantamiento erótico, revistiendo a la chica con el sueño que se halla en su base. La calle o la ciudad en que vive la amada se reviste de oro, se convierte en una fiesta. El nombre de la amada irradia sobre las piedras, los ladrillos y las verjas, su casa se encuentra siempre bajo palmeras invisibles. No se está cierto de las propias fuerzas, precisamente porque son muchas y se estorban las unas a las otras. El joven se ve zarandeado, por eso, entre la máxima depresión (hasta preguntarse, si merece la pena incluso estar en el mundo) y el equilibrio arrogante. Azoramiento y descaro se hallan aquí íntimamente unidos; el joven que no pertenece al término medio, o que lo odia, se siente como un pequeño dios, y como los demás no se molestan en probárselo, se lo prueba él a sí mismo. Quiere ser el primero en la meta, quiere destacar; el objetivo puede ser algo puramente externo, pero desempeña la función de lo desconocido. Lo que en los niños era la piel fina, las piernas largas, los músculos duros, es en las chicas el orgullo de las llamadas amistades masculinas, y en los jóvenes la vanidad de ser vistos con la chica más guapa de la ciudad o del barrio. A mayores profundidades llega lo indeterminado o la incertidumbre de sí mismo: nunca se experimenta con mayor amargura el ser denigrado, ni nunca se siente con mayor exhuberancia el ser escogido (el primer lugar) como en la pubertad. La juventud se hace aquí azote o laurel de sí misma, sin que haya término medio; más allá de la soledad, de la que con tanta virulencia se escapa, solo hay derrotas, que refutan las pretensiones de valer y de futuro, o el triunfo que las prueba. La misma falta de madurez es una invitación a imponerse, y este imponerse no es vacío, como en años posteriores, sino, más bien, vejetario e incitativo para sí mismo. Si todo oscila así, y todo quiere ser detenido y fijado, tanto más la luz de la vida, la imagen futura de la vida que se espera de la juventud. Lo único cierto es que no debe contener nimiedades y que en ella la única estación que debe imperar es la primavera. El joven se atormenta con el gusto anticipado de ese futuro, quiere provocarlo de una vez en su totalidad, incluso con tormentas, dolores, tempestades, siempre que sea vida, vida real y por hacer. Y con la propia juventud da comienzo la vida: nada más cómico para un adolescente que imaginarse la época de novios de sus padres, ni nada más deprimente que imaginarse a sí mismo de edad avanzada, con hijos que tienen, a su vez, su propio noviazgo y también su propia-al parecer insuperable-primavera. En esta época juvenil se nos muestra también que solo es vinculante en sentido propio y cimiento de amistad la espera común de un futuro común. Esto es algo que une tan objetivamente como, en años posteriores, la comunidad en el trabajo. Si desaparece el futuro común, desaparece también de la amistad juvenil (si no era más que esto) el espíritu que le daba vida; nada es, por eso, más vacío y más forzado que el reencuentro al cabo de los años de antiguos compañeros de colegio. Los escolares se han hecho como los maestros, como los hombres mayores de entonces, como todo aquel mundo contra el que habían concitado en común. El efecto de estos reencuentros no es solo el de que, como es natural, han desaparecido ya las fantasías y los sueños juveniles, sino el de que las unas como los otros han sido traicionados. De esta impresión desproporcionada se deduce cuánta arrogancia y camaradería pa-tética, cuánto aire de alta montaña soplaba y sopla sobre verdaderos jóvenes de diecisiete años. El aire de las alturas está también, sin embargo, lleno de ventarrones, y participa de los cambios de dirección en el viento propios de la más indeterminada de las épocas de la vida. Y también en el plano intelectual: solo pocos jóvenes disfrutan de esas aptitudesinesquivables que hacen de la profesión una vocación, ahorrando así la elección. Muchas jóvenes, por ejemplo, quieren ser artistas de cine, y casi todos los jóvenes llevan un gran proyecto en la cabeza que no se cotiza en el mercado de las profesiones corrientes. Sin embargo, se trata, más bien, de deseos y tendencias generales, que afortunadamente no se llevan más adelante y que carecen de los detalles adecuados. Más aún, incluso allí donde se manifiesta un impulso-frecuente en estos años-a la expresión creadora, a la pintura, a la música, a la literatura, es sorprendente ver cómo, al tratar de poner en práctica el impulso, todo se viene abajo. Los jóvenes de este tipo lo saben: cómo arde en uno algo como un fuego, cómo se ve el arte casi a la mano, pero que en cuanto se trata de captarlo todo se agosta, más aún, se contrae de tal manera que no es posible ni llenar una página con ello. Hablar es cosa fácil y muy difundida en esta edad, el escribir difícil, y cuando se llega a hacerlo, el fruto logrado aparece, comparado con el desbordamiento que lo precede, «como una ciruela seca, estrujada y calcinada». Bettina von Arnim, de quien son estas palabras, y que durante toda su vida no salió de la adolescencia, escogió, por eso, casi siempre para manifestarse la forma epistolar. Otra forma es el diario, no sin razón llamado íntimo o comunicado como íntimo. Algunos adultos que han hecho tales anotaciones tienen en ellas-si fiel y vanidosamente las ha conservado un nivel que le permite ver hasta qué punto ha descendido la altura de sus aguas. Amor, melancolía, gérmenes de imágenes, larvas de ideas, todo es captado aquí y todo se queda en sus inicios. Pero, sin embargo, la luz de la vida, limpia de todo poso, centellea mágicamente, incitativamente hacia sí misma. Esta edad es, por ello, una edad desventurada y venturosa a la vez; más tarde, el sentimiento de la primavera contendrá todavía ambos extremos. General, empero, es el gusto por el valor, el color, la amplitud, las alturas; el verdadero adolescente nace de una voluntad que, en estos años, es todavía una voluntad noble. De aquí el sueño de las aventuras que hay que vivir, de la belleza que hay que descubrir, de la grandeza que quiere ser conquistada.
Como la propia vida está todavía lejos, todas las lejanías se embellecen. El deseo no solo arrastra hacia ellas, sino que escapa abiertamente hacia ellas, tanto más intensamente cuanto más angosta es la situación propia. Como símbolo de ello puede bastar la lejanía que trae el tren a las ciudades pequeñas, la lejanía de la capital vista de la provincia. De esta manera se va formando una ilusión inconclusa y audaz, descuidada y bella: vivir sin parientes, lejos, muy lejos de ellos. En el interior, el alma ensanchada en la que trabaja el anhelo; fuera, la imagen de una ciudad soñada que podría satisfacerlo. Si uno de los deseos más fuertes de la naturaleza humana y uno de los que más a menudo se quiebran-es el de ser importante, este deseo se alía, además, muy intensamente con el deseo de un ambiente importante. Muchachas dotadas intelectualmente desean escapar en esta dirección; hacia 1900, Munich fue un punto de atracción en este sentido; París, durante mucho más tiempo. Arrebatado entra el estudiante en la gran ciudad, que, además de la brillantez externa, se halla para él poblada de esperanzas impacientes. Aquí cree encontrar el suelo y el trasfondo para una vida, al fin, digna de este nombre; las casas, las plazas, los teatros le causan la impresión de hallarse utópicamente iluminados. En el café, en una pequeña mesa altiva, están reunidos los elegidos, los que escriben versos; un cielo lleno de violines espera al autor, y en la ventana está llamando ya la fama. No es de extrañar que con la ilusión de triunfo se combine también o se encierre en deslumbramiento erótico la idea de haber triunfado. Si la casa paterna era no solo angosta, sino también pobre, entonces el retorno imaginado del héroe es una satisfacción muy preferida y muy a menudo soñada, una satisfacción tan insuperable, que se complace en la miseria anterior como un trasfondo adecuado. La actriz famosa vuelve, los padres y los vecinos la esperan con la vista baja, y ella, afable, les perdona todo lo que la han hecho. El joven abatido de entonces vuelve en un coche que arrastran cuatro caballos; a su lado, la joven rica y hermosa que se ha conquistado como esposa; ya no es alguien incomprendido, sino que vuelve como el gran estratega, como el gran artista, y, en todo caso, con ostentación abrumadora. Ha hecho suya a la princesa, graciosa, altiva y delicada, con aroma de las alturas y un velo argentino que la envuelve durante el viaje; todo es como la maravilla conquistada, como la Costa Azul en casa. Se trata de sueños muy ingenuos, pero todavía hoy se encuentran en la visión dorada de estos años en Occidente. Ansioso, experimentado, alerta, participante, potente, pleno, estas palabras rigen el genitivo y los deseos juveniles burgueses. La línea de plata en el horizonte burgués, a la que tanto se había apelado, iba a convertirse, desde luego, en una línea de sangre; para los necios o entontecidos, el hombre fuerte de ellos mismos era Hitler. Y, sin embargo, el mundo gris del hombre medio no aparece nunca sin configuraciones extravagantes; el deseomismo se las pone en la mano. En esta edad, entre el marzo y el junio de la vida, no hay pausa alguna; o la llena el amor o la mirada hacia una especie de dignidad tormentosa.
Fragmento cedido para promoción por los editores del libro El principio esperanza 1. Ernst Bloch. Traducción: Francisco Serra. Editorial Trotta. 2007, Barcelona.
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Ernst Bloch (Alemania, 1885 - 1977) Es uno de los filósofos más importantes del siglo xx. Ya desde su primera obra, Espíritu de la utopía, se puso de manifiesto la que sería su preocupación fundamental: el estudio del concepto de utopía en todas sus manifestaciones. La profundización en el legado filosófico de Marx (que para él no puede desligarse de la relación con Hegel, el único filósofo al que Bloch dedicó una monografía, Sujeto-Objeto. El pensamiento de Hegel) le llevó a intentar ampliar de manera original las posibilidades teóricas del marxismo hasta convertirlo en un «marxismo utópico», verdadera encarnación de la «utopía concreta». Las principales preocupaciones de Bloch quedaron reflejadas en su obra más significativa, El principio esperanza, verdadera síntesis de su pensamiento. Su preocupación por la dimensión religiosa del ser humano le llevó a escribir una monografía sobre Thomas Müntzer (Thomas Müntzer, teólogo de la revolución) y una de las más apasionadas reconsideraciones de la religión desde la teoría marxista, El ateísmo en el cristianismo. La fidelidad a sus propias ideas condujo a Bloch a emprender a menudo el camino del exilio: en Suiza, durante la primera guerra mundial; por diversos países europeos, durante la época del nacionalsocialismo, hasta llegar a los Estados Unidos, donde permaneció en los años de la segunda guerra mundial. Finalizada la guerra, fue profesor en Leipzig, pero sus desavenencias con el régimen de la República Democrática Alemana le llevaron a instalarse, a raíz de la construcción del muro de Berlín, en Tubinga, donde acabó sus años de docencia.