ENSAYO
Tachas 625 • El Horror De Lo Indecible • Jorge Fernández Gonzalo
Jorge Fernández Gonzalo

Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido. Desea saber quién es el que le agarra: le quiere reconocer o, al menos, poder clasificar. El hombre elude siempre el contacto con lo extraño. De noche o a oscuras, el terror ante un contacto inesperado puede llegar a convertirse en pánico. Ni siquiera la ropa ofrece suficiente seguridad: qué fácil es desgarrarla, qué fácil penetrar hasta la carne desnuda, tersa e indefensa del agredido.
ELIAS CANETTI, Masa y poder
El zombi representa esa fuerza de lo ignoto de la que nos habla Canetti. Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido. El impulso de lo irrepresentable, el trazo sin figura que nos obliga a huir de la realidad, a repudiarla, a renegar de su cercanía grumosa pero indiferenciada. Lo inmediato que carece de nombre, la presencia que no acaba de concretarse en el sortilegio de la unidad, que no se refugia en el lenguaje, sino que se sostiene por una dispersión, entre los huecos y laberintos del verbo. Ahí está el miedo, la angustia, la desazón humana. H. P. Lovecraft lo aseguraba en la apertura de su famoso texto El horror en la literatura: «El miedo es una de las emociones más antiguas y poderosas de la humanidad, y el miedo más antiguo y poderoso es el temor a lo desconocido.» Y prosigue: «Los primeros instintos y emociones del ser humano forjaron su respuesta al ámbito en que se hallaba sumiso. Los sentimientos definidos basados en el placer y el dolor nacían en torno a los fenómenos comprensibles, mientras que alrededor de los fenómenos incomprensibles se tejían las personificaciones, las interpretaciones maravillosas, las sensaciones de miedo y terror tan naturales en una raza cuyos conceptos eran elementales y su experiencia limitada.» Hasta hoy, la ciencia o la filosofía han tratado de suplir esos haces irrepresentables a través del delirio de las clasificaciones, de las leyes de la identidad, como si bastara con el nombre, el género o la familiaridad de conceptos para romper con esa angustia acuciante del ser de la que hablaba el Heidegger de Ser y tiempo. El temor, por un lado, encuentra el material que lo tortura, sabe qué es aquello que teme, frente a la desolación de la angustia, que desconoce qué le atenaza y nos sitúa ante lo que no podemos experimentar. Una filosofía zombi, por tanto, acepta el reto: pensar el desgarro. Pensar esos jirones de presencia, las purulentas malformaciones de lo real, lo que no llega al nombre, los ramales de cuerpos, espacios o texturas, que se ven abocados a una desmesura irrepresentable. Zombi es esa extraña palabra para lo que no tiene nexo, identidad, fisonomía, cuerpo. Pensar el zombi es también pensar lo impensable.
Foucault, en su famoso ensayo Las palabras y las cosas (1997), hablaba de cómo habíamos perdido la capacidad de referir a través del lenguaje. Las palabras se habrían opacado, nos dejarían el aroma de su presencia, las desviaciones y diferencias sustanciales, los artefactos semióticos. El lenguaje no es un cristal, sino una colorida vidriera, un túnel de infinidad de laberintos. Mallarmé escribe esos signos sobre el papel: no hay mundo. Las palabras que antes dictaminaban la ley de lo que podía o no decirse caen bajo el azar de una tirada de dados. En las últimas décadas, esas propiedades se habrían intensificado hasta el punto de que no seamos capaces de sentir ninguna de las fórmulas de inserción o presencia. Hemos perdido el contacto con el mundo y nadamos en las diferentes producciones de signos, los múltiples lenguajes y simulaciones de lo real. Baudrillard o McLuhan fijan la mirada en esta exposición de los signos, nos muestran las entrañas («el medio es el lenguaje», insiste McLuhan) como si no hubiera cuerpos, superficies exentas de barnices, espacios al descubierto. Todo hoy es percibido desde una galaxia de códigos y signos, por una hiperestructuración en la mirada, en el lenguaje, en cada intento de pensar lo real.
No en vano en la primera de las obras de George A. Romero la amenaza no tiene nombre, ni causa, apenas puede designarse o concebirse. Ni el rito vudú del que ya habían hablado libros como The Magic Island en 1929, de W. B. Seabrook, o películas como White Zombie, de 1932, con un siempre siniestro Bela Lugosi, o I Walked with a Zombie, de Jacques Tourneur, en 1943; ni peligros espaciales, como ocurría en Plan 9 del espacio exterior, de 1959, dirigida por Ed Wood y considerada una de las peores producciones de la historia del cine. Romero nos presenta el terror de lo indecible, la masa persistente y enloquecida. El zombi no tiene ni razón de ser, ni discurso, ni tan siquiera recibe el privilegio de la denominación. De hecho, a lo largo del metraje no se utiliza ni una sola vez la palabra zombi, por lo que hay que advertir necesariamente la importancia del bautismo popular que quiso hacer coincidir a estos peculiares caníbales con los autómatas clásicos del cine. Los famosos zombis de Romero no eran tales, sino una masa de hombres alienados, probablemente renacidos de la muerte o atravesados por una oscura maldición espacial, con un apetito monstruoso por la carne y desprovistos de su capacidad de raciocinio. Aunque no del todo: el primero de estos voraces merodeadores es capaz de coger una piedra y utilizarla para golpear el cristal del coche en el que pretende refugiarse el personaje de Bárbara; sin embargo, él y sus congéneres apenas se mueven de manera instintiva, retroceden con cierto pavor ante el fuego (instinto de conservación que no siempre será recuperado en la saga) y son incapaces de recordar cualquier vestigio de su pasada existencia. Los zombis anónimos, doblemente anónimos de la obra de Romero (no conocemos ni qué son, ni, en muchos casos, quiénes fueron) inician una de las mitologías más interesantes del panteón de lo fantástico en la cultura de masas posmoderna, muy alejada del rito haitiano del vudú, cuyo análisis antropológico no tendrá apenas cabida en nuestro trabajo.
Vemos en este primer film de la saga algunos de los puntos clave a la hora de manejar el fenómeno zombi. Sensación de agobio, proximidad creciente de la amenaza, ausencia de razones que nos indiquen cuál es el motivo que ha desplegado el apocalipsis. Y por supuesto zombis, zombis de gran sobriedad, de esencial mutismo, que pretenden asediar a los protagonistas. Es, sin embargo, el manejo de estos supervivientes lo que destaca en la primera producción del maestro del género. Una película en donde el espasmo del miedo fuera total y continuado sería insostenible tanto para la propia integridad del guión como para la acogida por parte de los espectadores. Sin embargo, Romero viste esos espacios en blanco de situaciones complejas y conflictos tan interesantes o más que las escenas de acción propiamente dichas. Discusiones entre personajes, juegos de poder y territorialidad, decisiones, desavenencias, pactos. El espacio de la casa se torna en escenario para el vertido de los fantasmas interiores de los protagonistas, que si bien es cierto que tienen miedo, realmente son el miedo, representan el horror y el desgaste de las relaciones interpersonales en los momentos de dificultad. En cierto modo, el despliegue narrativo de los acontecimientos les impele a desgarrar el tejido de los pactos sociales (metáfora de alianzas familiares en desintegración como en las modernas familias americanas), por lo que los personajes no lograrán ponerse de acuerdo del mismo modo que, ante la proximidad de la amenaza, es imposible coordinar gestos, discursos, razones (ellos son la torpeza de un cuerpo ante el espanto), y sobreponerse a un horror que nos supera en todos los sentidos. Incluso desde la falta de sentido.
La película causó un gran impacto en su día, aunque no habría de ser tanto por su realismo (hay poses, actitudes y efectos de maquillaje realmente inverosímiles) como por el efecto de veladura que se propone. Los personajes son las máscaras de nuestro miedo. Máscaras del shock, como la pobre Bárbara, conmocionada ante la desaparición de su hermano; la máscara de Ben, quien pretende asumir el liderazgo y utilizar la razón, aunque acabe igualmente desdiciéndose y refugiándose en el sótano, frente a lo que había propuesto en un principio; la máscara de Harry, despótico padre de familia que a pesar de su hostilidad no quiere otra cosa que defender a su esposa e hija, o los enamorados Tom y Judy, siempre pendientes el uno del otro. Máscaras todos ellos de un cuerpo, de una masa similar a la horda que se amontona a las puertas de la casa, en donde cada uno parece simbolizar de algún modo los fantasmas interiores, las respuestas ante el miedo (parálisis, frialdad y raciocinio, ira, empatía e instinto de protección), que no siempre suelen coincidir y que, por lo general, logran desmembrar la tipología de nuestras respuestas ante la pesadilla, a pesar de que llevemos con nosotros, en nuestro equipaje de emociones aprendidas, cada una de estas formas de reacción. Todos ellos son el miedo, nuestro miedo, sus diferentes manifestaciones, las variaciones y gradaciones prototípicas. El miedo hecho muchos y ninguno, miedo tentacular, abismal, en constante ruptura consigo mismo. Máscaras del miedo, del horror humano, que no reacciones con afán de verosimilitud, sino juegos de contrastes que abren aún más el objetivo desde el que mirar la condición humana.
Habría, por tanto, un baile de máscaras que va a ser muy interesante a la hora de desarrollar en nuestro estudio otros fenómenos de carácter diverso. Decimos baile justamente por la acumulación de representaciones a las que accedemos durante el visionado del film. A un lado, las máscaras de nuestro miedo y de la descomposición de los núcleos afectivos de los personajes. A otro, las «máscaras de la vida», la espectacularidad del zombi como aquello que nos sobrepasa de nosotros mismos, como aquello que soy y que, sin embargo, es más que yo, una representación que me desborda y que supera la propia narración que he tejido en torno a mí. En palabras de Borja Crespo (1998), «el lado oscuro de la condición humana queda descubierto ante nuestro horror, mostrándonos el verdadero peligro de una sociedad en descomposición: nosotros. Los cuerpos sin vida que se arrastran ante nuestra mirada son nuestra proyección». Proyección sería un buen término a la hora de definir la mitología de los silenciosos merodeadores de la película de Romero. El zombi me proyecta, proyecta mis afectos, mis discursos, sirve de pantalla para extender esa especularidad insoportable del ser humano. No habría de extrañarnos, por tanto, que este recurso especular en un nivel no pueda darse en otro. La narración, entonces, encubre asimismo una velada correspondencia con una circunstancia, un determinado hecho social, un clima histórico-económico que trasciende la pantalla de reproducción y que conecta la dimensión ficticia del relato con los acontecimientos reales.
El zombi, por lo dicho hasta aquí, también se muestra como un claro poder discursivo y deconstructivo, ya que rompe con el texto antropológico que define lo humano y, a través de la ficción, hace estallar el marco de nuestra propia condición identitaria, altera las preguntas, establece nuevos códigos morales que permiten reformular los que ya hemos asumido como pertenecientes al orden de nuestra ficcionalidad. Borja Crespo o Ángel García Romero han hablado de una humanidad deshumanizada. Una humanidad sin el discurso sobre lo que ella misma es, será o habría de ser, sin un lenguaje para dar cerco, confines, a las extensiones de lo humano. Puesto que, sin la ley, no es posible dar pábulo a aquello que se prohíbe, la humanidad necesita de este paso fronterizo, del discurso de la prohibición, para existir como restricción contra sí misma, como negación de lo nohumano. Freud habría contestado rápidamente: eso era el incesto. La primera ley con la que se traza el perímetro de nuestra moral, y con ella el discurso (moral) sobre el hombre. Romero parece decir que el límite de lo humano está aún más lejos, o que forma parte de una amalgama de rutinas discursivas mucho más amplias, no exclusivamente ligadas a las reglas de parentesco y reproducción: la violencia, el canibalismo, la persecución, la masa. Justamente lo que nos hace humanos es la prohibición o regulación de todo ello: no atacarás al otro, no le perseguirás, encontrarás tu individualidad.
El discurso de la ley es aquel que permite dar captación plena del fenómeno que se niega. La ley, al fin y al cabo, no es otra cosa que un relato, y es el efecto de su narración lo que da carta de ciudadanía al hecho prohibido. Con la falta de narración de estos cadáveres andantes la humanidad queda literalmente desprotegida. No sólo por la amenaza de la plaga, que aún no es palpable en los reducidos espacios que nos presenta la primera de las obras de Romero (una casa y apenas algunos incidentes aislados que aparecen por la televisión y la radio), sino por esa incapacidad de darse palabra a sí misma, de definirse como otra cosa que no sea el miedo (es decir, la falta de definición). Los relatos que la tradición ha elaborado sobre el respeto, el intercambio de afectos o la habilidad empática para compartir, hablar o amarse, desaparecen cuando el perímetro de cadáveres que rodea a los supervivientes no es otro que la irracionalidad misma que ha tomado las riendas de sus vidas. La escritora Nancy Kilpatrick, conocedora de la narrativa de zombis, también apuntaba a esa irracionalidad de los muertos vivientes que el cineasta neoyorquino habría puesto en primer plano: «muchos de nosotros echábamos de menos al antiguo cadáver resucitado, al vampiro horrible, al irracional con el que no se puede hablar […]. Creo que los zombis han ganado popularidad porque no sólo llenan ese vacío arquetípico, sino que también reflejan el miedo de la sociedad a que algo nos posea, nos haga menos humanos o las víctimas de esos “menos que humanos”».
Con ese vampiro cruel y depredador la autora hace clara referencia a Soy leyenda, novela de Richard Matheson en la que una plaga ha convertido en feroces bestias nocturnas a la humanidad entera, salvo a un solo hombre, Robert Neville, que tiene que adaptarse a su solitaria condición de superviviente. La novela, de 1954, es un claro antecedente de la pieza de Romero, y nada tiene que ver con el vampiro gótico y sus derivaciones crepusculares, mucho más refinado y alegórico recipiente de la seducción y la lascivia humana. Es preciso señalar, entonces, cómo el vampiro cuenta con cierto estatus dentro de los estudios culturales y con una amplia gama de lecturas de tipo antropológico, sostenidas en buena medida por su rica tradición literaria, mientras que su silencioso hermano menor, el zombi, apenas ha recibido otras consideraciones más allá de los circuitos de cine y de las lecturas más o menos obvias (ellos son como nosotros, se dice en varias películas del género y en las interpretaciones sobre el mito zombi). Sin embargo, tanto su riqueza como metáfora de ese doble corrupto, a modo de vaciado de nuestra propia existencia que ha pasado por el filtro de la muerte, como las lecturas que lo vinculan al automatismo y la reproducción mecánica de lo dictado por el chamán o bokor en la tradición haitiana, han dejado numerosas lagunas y vacíos que estas páginas pretenderán llenar.
Podrá aducirse, sin embargo, la falta de elegancia del zombi. El director español Jesús Franco, habitual del cine de terror, mostraba cierta repulsa a la hora de trabajar con zombis. Frente a la dignidad y juego de los vampiros, estos engendros sin alma ni rostro no eran otra cosa que peleles guiados por el ansia de devorar a los vivos, sin mayor relieve como personajes dentro del amplio bestiario cinematográfico del horror. Sin embargo, es en esa extrañeza donde el zombi romeriano gana terreno como mito de las modernas sociedades de consumo, como podremos ver más profundamente en otros capítulos de nuestro trabajo. El zombi es siempre el alienado, el extranjero. Y trae con él nuestro miedo a lo que viene de fuera, por lo que pudo recordar desde sus orígenes fílmicos a los episodios recientes de racismo que hicieron mella en el imaginario colectivo americano, sensación acentuada por el hecho de que el actor que encarnase a Ben en la ópera prima del director neoyorquino fuera de raza negra. Como ha señalado Ángel García Romero, «resulta llamativo el hecho de que por aquel entonces, en 1968, los conflictos raciales habían llegado a su cenit en los Estados Unidos. No en vano, las batidas organizadas por los humanos para aniquilar a los resucitados producen un estremecedor sentimiento de familiaridad con las persecuciones a que fue sometida la raza negra en aquel país a finales de la década, retratándose así, de manera un tanto burlesca, toda una sociedad basada en la razón por la fuerza, la violencia y el culto a las armas». A pesar de todo esa familiaridad, que no pasa desapercibida ni siquiera hoy, no es más que un hecho fortuito, ya que el actor negro Duane Jones, que había sido incorporado a última hora por sus claras dotes interpretativas, era además oriundo de Pittsburgh, lugar del rodaje, y el único actor profesional de la película. Su papel carecía de indicaciones sobre la raza, y no hubo mayores advertencias que unas recomendaciones de uno de los amigos de Romero, quien supo adelantarse a las interpretaciones del público, pero que no vio en este filón un acierto más del film. La posibilidad de lecturas aumenta gracias al liderazgo de Ben o incluso por su imposición física sobre otros protagonistas, ya que su personaje llegará a golpear a Harry (el hombre blanco de clase media) en una de las escenas de la película.
La obra de Romero reconvirtió el miedo al zombi precedente, miedo al automatismo y al otro (un otro que nos controla), en esa potencia abstracta de nuestra propia irracionalidad, del hambre. Ahora el miedo es hacia nosotros mismos, hacia nuestros instintos, ese otro que me habita y que habría de sustituir al bokor haitiano y redirigir nuestros actos. Pero también cabría hablar de un miedo real, físico, ante la amenaza palpable del otro, como señala Juan Andrés Pedro Santos, por medio de un lenguaje naciente del temor físico que daría sus primeros balbuceos en la ópera prima romeriana:
… de una u otra manera, hasta la llegada de La noche de los muertos vivientes siempre había estado muy presente en el género lo que podríamos llamar un sentido espiritual o psicológico del terror, relativo al miedo a lo desconocido, a los miedos interiores, aunque éstos se vean materializados en seres de carne y hueso que actúen como metáfora o símbolo de una trastienda inmaterial. Con la película de Romero, esta visión del terror se transforma; ahora es el miedo físico lo que impera, el miedo a la muerte; es más, algo tan prosaico y brutal como el hecho de ser comido vivo, sin motivo alguno y por nuestros semejantes, sin que conozcamos la causa que genera tal comportamiento.
Y es que, como señala Román Gubern, al lado de estos muertos vivientes otras criaturas como Frankenstein o Drácula parecían ridículas manifestaciones del miedo (Gubern, 1969), expresiones demasiado folclóricas, suspendidas en un dramatismo ingenuo que hoy identificaríamos más claramente con la retórica de los relatos infantiles. Del mismo modo, la escritora Nancy Kilpatrick añadía a este miedo al otro, a lo desconocido del otro, un temor mucho más material y opresivo: el miedo grupal, miedo a la masa descontrolada: «creo que en nuestro interior existe un miedo inherente a las masas que no piensan. Son las hordas que se te vienen encima. Si le añadimos a esto nuestro horror inconsciente al consumo desaforado del primer mundo, es como si tuviéramos a cien mil comecocos insaciables, comiéndose todo lo que encuentran. No hay mucho en el ámbito del horror que me aterrorice, pero los zombis sí».
Pero también tendrían cabida el miedo a la putrefacción, a la carne carcomida, a la vejez, a la muerte. La representación del zombi trae consigo aparejada toda una mitología, en algunos casos de clara ascendencia medieval, renacentista y barroca (danzas de la muerte, memento mori, tempus fugit, etc.). Miedo individual y colectivo, miedo a la colectividad, a perder toda idea de sujeto y mezclarse con la masa. Miedo a la plaga. Su iconografía pertenece a nuestra cultura posmoderna porque representa el pánico ante las grandes sociedades, a las estrategias globalizadoras que poco a poco alteran los regímenes de asociación y pertenencia al entorno social en el que vivimos. En las grandes concentraciones urbanas en donde el otro no es vecino sino motivo de alerta, la simbología del zombi constituye esa humanidad desconocedora de sí misma, errante, peligrosa. La paranoia rige la lógica de las sociedades actuales. El zombi es el otro que me devuelve mi reflejo, un reflejo empantanado por la degradación de la carne. Mínima diferencia entre uno y otro, a pesar de la máxima separación que ha de recorrerse entre la vida y la muerte. La invasión zombi no representa tanto el miedo a lo ajeno como un miedo global, miedo a que la humanidad alcance el punto en que se haga toda ella una y no pueda soportarlo.
Es importante al respecto señalar el cambio que se ha operado en las producciones fílmicas del cine zombi, desde la espacialidad dentro-fuera del clásico de Romero, en donde unos pocos supervivientes son recluidos en una casa ante la lenta amenaza de los caminantes, hasta variaciones modernas del mito fundacional que abren los espacios fílmicos (el masificado centro comercial) o que directamente se producen a campo abierto (selvas, ciudades enteras). Las operaciones relacionadas con el miedo son distintas: frente a la inquietud de la invasión (ellos vienen a mi casa, son los otros, los extranjeros), con esa clara lectura racial en la época del primer largometraje, se produce el miedo a la falta de equilibrio entre la diferencia y la similitud. No es el miedo al otro, ese miedo que viene produciéndose desde el alba de los tiempos, el que aparecerá en producciones posteriores del propio Romero y en otros autores, es el miedo a la semejanza, miedo a que todos seamos infectados, mordidos, por ese tamiz de la igualdad que nos equipare a todos. El zombi nunca es sólo el otro temible del que hay que huir, es el yo, es mi yo reflejado, el doble oscuro, un carcomido dopplegänger o un infecto Narciso que reflejan mis propios temores, de los que no podré escapar nunca, porque no puedo frenar la infección, el maleficio, la plaga que me habita.
Ese miedo a mí mismo queda patente en otras producciones del género. En el primer capítulo de la serie de animación japonesa Highschool of the Dead tres jóvenes estudiantes están encerrados en el ático de su instituto. Uno de ellos, Hisashi, ha sido mordido, y su compañero Takashi decide matarlo en cuanto empieza a mostrar los síntomas, y cercena para ello su cabeza antes de que ataque a la joven y guapa Rei. Rei increpa entonces a Takashi por haber terminado con la vida de su compañero de una forma tan aterradora: «¡No quería que me salvaras! ¡No quería ver a Hisashi de esta manera! Estaba dispuesta a ser mordida por Hisashi y a convertirme en una de ellos, ¡en vez de sobrevivir haciendo cosas como ésta!» A pesar del patetismo de la escena, se verbaliza un tópico que ya era usual en otras obras precedentes, y es la entrega a la voracidad del zombi, el sacrificio una vez que la amenaza excede lo soportable. En cierto modo, el apocalipsis zombi nos plantea una situación intolerable, y juega con esa búsqueda de los límites, ese punto en que preferiríamos la muerte a la supervivencia. No cabe duda de que los recursos para conseguir este propósito son a menudo desafortunados, como el exceso de vísceras sanguinolentas o los detalles más gores del género (sobre lo cual hablaremos a continuación), y sin embargo hay algo en esa búsqueda del horror que interesa a todo aficionado a las producciones de zombis. Y nótese qué delgada diferencia media entre el terror, que remite a la situación capaz de producir un miedo exagerado, y el horror, sentimiento mucho más difícil de caracterizar. Aquello que Lovecraft denominaba «espanto cósmico», un pánico que produce a partes iguales la fascinación y el delirio, se corresponde con lo que podríamos entender como «horror», o incluso la angustia heideggeriana. Sin embargo, hay un elemento clave que no cita el novelista y estudioso de lo extraño y es la espectacularidad del horror. Y no nos referimos a la grandeza o la magnitud del hecho, sino a la capacidad de producir imágenes de gran densidad semiótica, hasta el punto de enturbiar toda comprensión del fenómeno. Guy Debord, en su texto La sociedad del espectáculo, lo había dicho muy claramente: «el espectáculo en general, como inversión concreta de la vida, es el movimiento autónomo de lo no-viviente». Por horror ha de entenderse una representación que nos sobrepasa, que ciega todos los canales de raciocinio, que excede por su saturación o pulcritud la capacidad de ver, que desborda aquello que culturalmente somos capaces de contemplar, para lo cual no tenemos un lenguaje. Se trata de un simulacro de la vida que no tiene correspondencia con discurso alguno, ni siquiera con los lenguajes de la retórica de la imagen que manejamos habitualmente. Entonces, el horror rebasa la gramática de nuestros códigos visuales: no podemos ver la muerte de nuestros seres queridos o nuestra propia muerte sin horrorizarnos, como sucede en el zombi, que es ya de antemano la representación horrenda de nuestra mortandad, lo no-viviente que señalaba Debord y que irremediablemente nos habita.
Los griegos hablaban de la contemplación del dios como exceso que conduce a la muerte o a la locura, producida en este caso por el efecto de llevar hasta el límite los cánones de la belleza y de la perfección. El dios era también un simulacro de la vida que excedía lo imaginable o lo que somos capaces de concebir, y su contemplación era literalmente insoportable. Sucede como lo irreal que desborda lo real, y que en ese desbordamiento reestructura nuestra relación con las cosas, con los espacios cotidianos, entregándonos a la sabiduría plena y a su reverso, que es el delirio. La contemplación del zombi, escena útil para diversos tipos de clímax cinematográficos, puede mostrar representaciones similares entre lo intolerable y lo cómico. Romero, en su Noche de los muertos vivientes, atrapa en contraplanos las espaldas del primer no-muerto que hace su aparición en el cementerio, hasta que un contrapicado (casi la misma mirada de Bárbara, por ángulo y altura) nos ofrece el rostro desencajado de la criatura. En la tercera de sus obras sobre los resucitados, El día de los muertos (1985), veremos acercarse lentamente a través de unas calles desoladas a una sombra, y un nuevo contrapicado nos presentará a continuación la grotesca figura del no-muerto ya totalmente deformada por el avance de la epidemia. De manera cómica, la propuesta inglesa Shaun of the Dead (2004), renombrada en estas lides como Zombies party, recorre morosamente cada franja del cuerpo zombi, desde los pasos torpes hasta su rostro irrisorio, en la supuesta primera aparición de estos caminantes. Sin embargo, el andar desmañado y el desencajado rostro no apuntan sino al cómico Simon Pegg bostezando y abandonando a duras penas la cama, preparándose para ir al trabajo y comenzar así su jornada laboral. Zombi también, claro, aunque con nómina, facturas y horarios que cumplir a rajatabla.
Hay muchas formas de mirar al zombi. Incluso aquellas que literalmente aniquilan al espectador ficticio de tales representaciones. Ese momento en que nos llevamos las manos a la cara y nos tapamos los ojos (aunque perversamente dejemos libres unas rendijas en nuestro ángulo de visión) tiene en la película de Lucio Fulci Zombi 2 un correlato bastante macabro. La destrucción de la mirada del espectador que se enfrenta ante su propia locura queda materializada aquí en una escena que ha dejado huella en la retina de los zombífilos: una de las protagonistas de la película, Susan Barret, tras parapetarse a buen recaudo en una habitación, es alcanzada por un muerto viviente, quien le atraviesa el ojo gracias a una afilada astilla de la destrozada puerta que hasta hace sólo unos segundos parecía separarla del peligro. La mujer se ve expuesta de este modo a su propia incapacidad de ver el horror, en ese punto máximo en que la espectacularidad se vuelve imposibilidad de ver. El miedo, en tanto que destruye nuestro lenguaje, rompe también con nuestros códigos representativos y acaba por astillar nuestra mirada, producir la ceguera ante lo grotesco.
Cabe hablar aquí de esa nueva fórmula de representación esperpéntica que tuvo su mayor fortuna en las obras fantásticas y de ciencia ficción de la década de los 80. El gore como género o como forma de estructurar la mirada del espectador supondría una deconstrucción del miedo. Habría que explicar esta idea: si mi miedo rompe con las coordenadas de mi lenguaje, si emerge entre lo ignoto, el gore hace explosionar lo desconocido y mostrar su exceso, que es su reverso, hasta el punto de entregarnos como cotidiano y familiar lo que se escapaba a nuestros códigos visuales o lingüísticos. La explicitud del género acaba por destripar literalmente el miedo, mostrar sus vísceras y órganos internos, el funcionamiento de su fatalidad, hasta el punto en que dejaría de afectarnos como tal miedo, para proponer, sin embargo, un miedo mayor: el de ya no temer nada. El mensaje gore no es directo, aunque en esa desviación teatral de la mutilación del cuerpo encuentra su efectividad más siniestra. La saturación de imágenes nos impide contemplar nuestro miedo, acceder a lo desconocido. Así, por una dialéctica negativa, por lo que no es el gore, se nos propone reconciliarnos con el miedo y recuperar la fascinación y su espanto, el asombro poético y el delirio del horror. Lo risible, lo cómico y lo ingenuo del gore no dejan de tramitar una carencia, que es nuestro olvido del miedo, y moldearla en múltiples figuras y recursos. Si no nos sorprendemos ante el festival de jirones sanguinolentos y cadáveres podridos, ante las imágenes de sexo más o menos cruel (se ha llegado a hablar de gorno, mezcla de gore y porno), es imposible recuperar lo que más humanamente nos define cómo es el miedo, aquello que forma parte de la historia del hombre, como supo ver Delumeau, a pesar de que el poder se ha preocupado a menudo por ocultarlo o por instrumentalizarlo con malintencionados propósitos.
El asco sería, en el carnaval de las representaciones zombis, el imán para nuestras coordenadas visuales. Lo asqueroso repele al mismo tiempo que presenta un componente de extrañeza, en parte, como había sabido atisbar Baudelaire en su poema «Una carroña», por mostrar de forma fragmentaria o como aquello que «se multiplicase y estuviera vivo» lo que antes estaba unido por la naturaleza. El asco ofrece esa ruptura con el orden y lo esperable, muestra lo que no debe ser mostrado, los líquidos sin contener del cuerpo, las exhalaciones internas, la carroña de un cuerpo que ya no es lo que fue, sino una pantomima siniestra que se ve abocada al tiempo y a la degradación. Con el asco las cosas no son como debieran: lo de dentro está fuera, lo sólido se vuelve viscoso, las imágenes derivan en saturaciones distintas de color. El cine gore se aprovecha de estos códigos visuales y utiliza la transgresión para hacer del asco un exceso risible y — por ello mismo— perturbador del miedo.
Otras miradas, como la de los supervivientes del exitoso cómic The Walking Dead, guionizado por Robert Kirkman, pretenden desligarse de esa utilización fácil del gore (aunque no falten los cadáveres, las salpicaduras de sangre o las cabezas rodando) y recuperar por caminos más directos la familiaridad con nuestro temor a lo desconocido, que era carta de presentación de la ópera prima de Romero. El cómic nos ofrece en una de sus escenas a dos niños que contemplan, tras la seguridad de una verja, la aglomeración de los cadavéricos merodeadores a las puertas de su refugio:
—¿Todavía… todavía les tienes miedo?
—Antes sí tenía. Sigue sin gustarme el ruido que hacen, pero ya no me dan tanto miedo. Sobre todo me dan pena.
—¿Te dan pena? ¿Por qué?
—Porque parecen muy tristes. ¿A ti no te parecen tristes?
—Sí…, es verdad.
La humanización de estos seres puede enviarnos, si se trata de manera descuidada, del pánico más horrendo a la comicidad humorística. Los zombis demasiado habladores de algunas películas, o los que repiten actitudes humanas con algún pespunte irrisorio (caso del zombi Otto haciendo autostop en la interesante Otto; or, Up with Dead People), no logran representar de manera directa el pánico ante la degradación y la muerte que nos regalan los zombis netamente romerianos. Se corre el peligro de hacer parecer a éstos demasiado razonables. Efectivamente, no hay miedo sin razón, pero ello se debe a que el miedo provoca la ruptura de la razón, ulcera su tejido y devora las paredes de la cordura, hasta crecer como un musgo purulento sobre ellas. Para tener miedo hay que tener discurso, palabra, lenguaje, y, al mismo tiempo, verse desposeído de todo ello. El miedo actúa como una pregunta sin respuesta. Un no-lenguaje. Un silencioso zombi. Por tanto, es mucho más cruel la familiaridad del nomuerto cuando apenas hay elementos visuales que lo corroboren, cuando nos quedamos literalmente sin palabras. En la última de las producciones de Romero, que tendremos ocasión de citar más adelante, unos cazadores de muertos vivientes irrumpen en una habitación en donde un par de niños zombis yacen encadenados a sus camas. Sostienen, a pesar de su estado, unos juguetes entre las manos. Se ha producido entonces ese límite en que lo familiar y lo extraño se tocan.
El automatismo del zombi remite al vago punto de transición entre lo cotidiano y lo insólito que da perímetro al miedo y que sin embargo sobrevive en él. De la misma película, cabe citar a una serie de zombis, todos ellos habitantes de la isla Plum, localización principal de la trama, que permanecen encadenados y aun así han de proseguir con sus tareas. Una labradora zombi tira de un arado mientras un cartero no deja de entregar, de forma espeluznante, la misma carta en el mismo buzón una y otra vez. Es ésta, quizá, la raíz del mito zombi y el origen de los miedos que provoca, sobre todo si se atiende a los orígenes antropológicos del mito: en Haití, como es sabido, se han documentado casos de hechiceros que habrían utilizado el llamado «polvo zombi», conseguido a partir del veneno del pez globo, para anular la voluntad de sus víctimas. Independientemente del grado de certeza o de las variopintas transfiguraciones que el hecho original haya sufrido, el caso es que el zombi no es otra cosa que un autómata renacido, y su mitología la de una pérdida de identidad, la del desequilibrio, como apuntábamos, entre la otredad y la mismidad. Freud, en su ensayo sobre Lo siniestro (unheimlich, lo no-cotidiano), veía en los títeres y autómatas maquinales esa condición ominosa, inquietante, de lo muerto que parece vivo o que actúa como tal. Respaldado por los estudios de E. Jentsch, identificaba el pánico a lo muerto revivido por medio de extrañas circunstancias con los ataques de locura y las crisis epilépticas. El movimiento descontrolado, la gestualidad que se desmarca de lo habitual, tanto de los objetos como de los hombres, produce la inquietud de que algo habite los cuerpos, posea sus gestos y ademanes, y modifique su naturaleza. En el caso de los zombis, la película—remake de El amanecer de los muertos, de 2004, une ambos dominios, el de la objetualidad del cuerpo y el espasmo desfigurador. Algunas criaturas sufren un «tembleque», como se dice en la cinta, que erosiona aún más los pocos resquicios de humanidad que les quedaban a estas criaturas.
El zombi representa un autómata y el autómata, según Ceserani (1971), «es más fuerte que las enfermedades y la muerte: se substrae a los sentimientos, a las pasiones y al dolor: es una criatura artificial, pero desde otro punto de vista no es sino vida en estado puro». Cuando se tiene miedo, se tiene miedo a la muerte (Delumeau, 2001) y por eso mismo nos asusta el zombi. Porque él vive la muerte. Representa la vivencia en el miedo, la construcción en esa alteridad que no acabamos de entender. Contradicción que habría desmoronado toda la filosofía de Maurice Blanchot: el zombi ha conseguido apropiarse de su propia muerte, y prolongarla en el tiempo como acontecimiento. ¿Saben los zombis que son zombis? ¿Saben, acaso, que están muertos? En ese punto en que saber y no-saber se tocan es donde surge la representación del zombi. Su pensamiento no logra asirse ni a la condición de su muerte ni a la certeza de la vida, y se nos aparece en un intersticio que prolonga indefinidamente el imposible instante del morir. La vida y la muerte se reúnen en él, se ponen una junto a la otra, sin tocarse, sin formar relación, sin desarrollarse en un movimiento dialéctico. Las tinieblas entre un estadio y otro parecen no despejarse nunca. ¿Están vivos sólo porque se mueven, o, como aquellos títeres desalmados, carecen de algo que habría de insuflar el auténtico murmullo de vida? ¿O acaso su existencia pertenece ya a otros discursos sobre qué significa vivir, a otras barreras y taxonomías, nomenclaturas únicas, luminosas, más allá de lo que la biología nos había contado hasta ahora? La muerte era para Maurice Blanchot (1994) una extrañeza para la cual no tenemos lenguaje, una otredad que escapa a los mecanismos reductores de la razón: «morir no se localiza en un acontecimiento, ni dura al modo de un devenir temporal: morir no dura, no se termina y, al prolongarse en la muerte, arranca a ésta del estado de cosa en el que querría apaciguarse». La muerte es siempre lo otro que no logro asir, una desviación de mi pensamiento que rompe con la subjetividad, con un yo que pueda decir, como en el drama barroco, «yo muero». No estamos acostumbrados a la muerte, dice el pensador francés, y en ese punto parece remitirnos a lo insólito del zombi, a esta no-cotidianeidad que no puede entrar en relación con nosotros. La extrañeza, la desmesura de morir que define Blanchot, se vuelve improrrogable en el cuerpo del zombi. No en vano el término zombi, de nzambi, término del habla del Kongo, designa al mismo tiempo el «espíritu de persona muerta» y el concepto de dios. Así el no-instante, el no-lugar de la muerte aparecen tortuosamente prolongados en ellos, hasta el punto de recordarnos, justamente por la fascinación y el desconcierto de esta muerte eterna, de este silencio perpetuo, lo desconocido personificado, el signo para la ruptura con nuestra razón, nuestra locura en carne y hueso.
Cerramos estas páginas justo como las habíamos comenzado. Retornamos al silencio que propone el zombi, a su mutismo que sirve como metáfora para un desafío del pensamiento que rompa con las taxonomías, la pompa de los discursos aprendidos y sus grandes relatos vinculados al poder, la ciencia, los binarismos inútiles de Occidente. Preguntas como qué es la vida o la muerte, enigmas sobre la distancia que nos separa de morir, tienen cabida tanto en la filosofía de los manuales al uso como en las producciones de Romero y otras obras del género. Entonces, ¿qué decir sobre lo que no tiene clasificación, de los jirones, vísceras de realidad, de la masa convulsa de cuerpos, figuras, restos de códigos, flujos, estragos de todo aquello que se halla privado de lenguaje? La realidad tiene un componente gore, la teatralidad de un desmembramiento que hasta Nietzsche no habíamos logrado ver (o nos habíamos empeñado en ocultar). Foucault (1997) hablaba de la experiencia clasificadora de determinados pacientes afásicos: el enfermo recibe una madeja de varios tipos de lana, de texturas, rugosidades o colores diversos, y se le expone al duro ejercicio de las clasificaciones. Con la madera de la mesa como escenario para los agrupamientos, el paciente une primero las rojizas, coloca allá las de distinta grumosidad, apila las que tienden al verde y separa en la mano las largas y destejidas. El delirio de las correspondencias le vence, y vuelve a recomponer, insatisfecho, el mosaico, el texto (tejido) inverosímil. La parábola de este pensamiento zombi, de esta forma de concebir al zombi como registro de una dispersión, de ese secreto ignoto que nos sujeta al miedo, es que podemos romper y descomponer los códigos que nos acercaban a la razón de muchas y diferentes maneras, y que lo desconocido que queda, el irracionalismo que fluye subterráneamente a nuestras clasificaciones, puede aparecérsenos bajo la máscara de una epidemia de cadáveres resucitados. La noche de estos muertos vivientes no es otra cosa que el correlato de aquellas tinieblas de la razón que hemos creído sortear, y que no pocas veces nos atenazan bajo la deformación del miedo, recordándonos, como señala Borja Crespo al comentar el final de la película de Romero, que todos llevamos dentro ese paisaje de desolación e irracionalidad:
… al amanecer, cuando la luz parece haber acabado con la amenaza, comprobamos que todo es un espejismo. Los cazadores caminan en grupo con sus fusiles como si fueran zombis, guiados por el impulso de acabar con ellos. Disfrutan de la captura de sus presas y muestran una crueldad que supera a la de sus enemigos. La excelente escena final, con esos ganchos que se clavan en la piel de Ben, lo dice todo. Aunque parezca que han restaurado el orden establecido, todo es una falsedad. El verdadero peligro de la humanidad es una sociedad intolerante, que rinde culto a las armas y no se da cuenta de su propia irracionalidad.
Fragmento cedido para promoción por los editores del libro Filosofía zombi. Jorge Fernández Gonzalo. Editorial Anagrama. 2011, España.
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Jorge Fernández Gonzalo (Madrid, 1982) doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense con una tesis sobre la poesía de Claudio Rodríguez. A su tarea investigadora hay que añadir una reconocida trayectoria como poeta, con cinco poemarios publicados y premios como el Joaquín Benito de Lucas o el premio Hiperión de poesía. Codirige la publicación digital Revista Neutral, especializada en la obra y el pensamiento de Maurice Blanchot, y ha publicado una treintena de estudios sobre poesía, filosofía y pensamiento en revistas especializadas. Próximamente aparecerá, en la editorial Eutelequia, su libro de ensayos La muerte de Acteón. Hacia una arqueología del cuerpo.