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ENSAYO

Tachas 624 • ¿Bueno para pensar o bueno para comer? • Marvin Harris

Marvin Harris

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Tachas 624 • ¿Bueno para pensar o bueno para comer? • Marvin Harris

Desde una óptica científica, los seres humanos son omnívoros: criaturas que comen alimentos de origen animal y vegetal. Como hacen otros animales de esta índole -por ejemplo, cerdos, ratas y cucarachas-, satisfacemos las necesidades de nuestra nutrición consumiendo una gran variedad de sustancias. Comemos y digerimos toda clase de cosas, desde secreciones rancias de glándulas mamarias a hongos o rocas (o si se prefieren los eufemismos, queso, champiñones y sal). No obstante, como otros casos de omnivorismo, no comemos literalmente de todo. De hecho, si se considera la gama total de posibles alimentos existentes en el mundo, el inventario dietético de la mayoría de los grupos humanos parece bastante reducido. Dejamos pasar algunos productos porque son biológicamente inadecuados para que nuestra especie los consuma. Por ejemplo, el intestino humano sencillamente no puede con grandes dosis de celulosa. Así, todos los grupos humanos desprecian las briznas de hierba, las hojas de los árboles y la madera (con excepción de brotes y cogollos, como tallos de palma y de bambú). Otras limitaciones biológicas explican por qué llenamos con petróleo los depósitos de nuestros automóviles, pero no nuestros estómagos, o por qué arrojamos los excrementos humanos a la alcantarilla en lugar de ponerlos en el plato (esperemos). Con todo, muchas sustancias que los seres humanos no comen son perfectamente comestibles desde un punto de vista biológico. Lo demuestra claramente el hecho de que algunas sociedades coman y aun encuentren deliciosos alimentos que otras sociedades, en otra parte del mundo, menosprecian y aborrecen. Las variaciones genéticas sólo pueden explicar una fracción muy pequeña de esta diversidad. Incluso en el caso de la leche, que examinaremos más adelante, las diferencias genéticas no aportan, por sí solas, sino una explicación parcial del hecho de que a unos grupos les guste beberla y a otros no.

Si los hindúes de la India detestan la carne de vacuno, los judíos y los musulmanes aborrecen la de cerdo y los norteamericanos apenas pueden reprimir una arcada con sólo pensar en un estofado de perro, podemos estar seguros de que en la definición de lo que es apto para consumo interviene algo más que la pura fisiología de la digestión. Ese algo más son las tradiciones gastronómicas de cada pueblo, su cultura alimentaria. Las personas nacidas y educadas en los Estados Unidos tienden a adquirir hábitos dietéticos norteamericanos. Aprenden a disfrutar de las carnes de vacuno y porcino, pero no de las de cabra o caballo, o de las de larvas y saltamontes. Y con absoluta certeza no serán aficionadas al estofado de rata. Sin embargo, la carne de caballo les gusta a los franceses y a los belgas; la mayoría de los pueblos mediterráneos son aficionados a la carne de cabra; larvas y saltamontes son manjares apreciados en muchísimos sitios, y según una encuesta encargada por el Servicio de Intendencia del ejército estadounidense, en cuarenta y dos sociedades distintas las gentes comen ratas. Los antiguos romanos se encogían de hombros ante la diversidad de tradiciones alimentarias que coexistían en su vasto imperio y seguían fieles a sus salsas preferidas a base de pescado podrido. «Sobre gustos -venían a decir- no hay nada escrito.» Como antropólogo, también suscribo el relativismo cultural en materia de gustos culinarios: no se debe ridiculizar ni condenar los hábitos alimentarios por el mero hecho de ser diferentes. Pero esto deja todavía un amplio margen a la discusión y la reflexión. ¿Por qué son tan distintos los hábitos alimentarios de los seres humanos? ¿Pueden los antropólogos explicar por qué aparecen determinadas preferencias y evitaciones alimentarias en unas culturas y no en otras? Creo que sí. A lo mejor no en todos los casos, ni hasta el último detalle. Pero, en general, las gentes hacen lo que hacen por buenas y suficientes razones prácticas y la comida no es a este respecto una excepción. No intentaré ocultar el hecho de que este punto de vista no goza de popularidad hoy día. Según la teoría de moda, los hábitos alimentarios son accidentes de la historia que expresan o transmiten mensajes derivados de valores fundamentalmente arbitrarios o creencias religiosas inexplicables. En palabras de un antropólogo francés: «Al examinar el vasto ámbito de los simbolismos y representaciones culturales que intervienen en los hábitos alimentarios humanos, se ha de aceptar el hecho de que, en su mayor parte, son verdaderamente difíciles de atribuir a nada que no sea una coherencia intrínseca que es fundamentalmente arbitraria». La comida, por así decirlo, debe alimentar la mente colectiva antes de poder pasar a un estómago vacío. En la medida en que sea posible explicar las preferencias y aversiones dietéticas, la explicación «habrá de buscarse no en la índole de los productos alimenticios», sino más bien en la «estructura de pensamientos subyacentes del pueblo de que se trate», O expresado de una forma más estridente: «La comida tiene poco que ver con la nutrición. Comemos lo que comemos no porque sea conveniente, ni porque sea bueno para nosotros, ni porque sea práctico, ni tampoco porque sepa bien».

Por mi parte, no abrigo la intención de negar que los alimentos transmitan mensajes o posean significados simbólicos. Ahora bien, ¿qué aparece antes, los mensajes y significados o las preferencias y aversiones? Ampliando el alcance de una célebre máxima de Claude Lévi-Strauss, algunos alimentos son «buenos para pensar» y otros «malos para pensar». Sostengo, no obstante, que el hecho de que sean buenos o malos para pensar depende de que sean buenos o malos para comer. La comida debe nutrir el estómago colectivo antes de poder alimentar la mente colectiva.

Permítaseme formular este punto de vista de una forma algo más

sistemática. Los alimentos preferidos (buenos para comer) son aquellos que presentan una relación de costes y beneficios prácticos más favorables que los alimentos que se evitan (malos para comer). Aun para un omnívoro tiene sentido no comer todas las cosas que se pueden digerir. Algunos alimentos apenas valen el esfuerzo que requiere producirlos y prepararlos; otros tienen sustitutos más baratos y nutritivos; otros sólo se pueden consumir a costa de renunciar a productos más ventajosos. Los costes y beneficios en materia de nutrición constituyen una parte fundamental de esta relación: los alimentos preferidos reúnen, en general, más energía, proteínas, vitaminas o minerales por unidad que los evitados. Pero hay otros costes y beneficios que pueden cobrar más importancia que el valor nutritivo de los alimentos, haciéndolos buenos o malos para comer. Algunos alimentos son sumamente nutritivos, pero la gente los desprecia porque su producción exige demasiado tiempo o esfuerzo o por sus efectos negativos sobre el suelo, la flora y fauna, y otros aspectos del medio ambiente.

Espero poder demostrar que las grandes diferencias entre las cocinas del mundo pueden hacerse remontar a limitaciones y oportunidades ecológicas que difieren según las regiones. Así, por adelantar algo del contenido de próximos capítulos, las cocinas más carnívoras están relacionadas con densidades de población bajas y una falta de necesidad de tierras para cultivo o de adecuación de éstas para la agricultura. En cambio, las cocinas más herbívoras se asocian con poblaciones densas cuyo hábitat y cuya tecnología de producción alimentaria no pueden sostener la cría de animales para carne sin reducir las cantidades de proteínas y calorías disponibles para los seres humanos. En el caso de la India hindú, como veremos, la falta de viabilidad ecológica de la producción cárnica reduce hasta tal punto los beneficios nutritivos del consumo de carne que ésta es evitada: se hace mala para comer y, por lo tanto, mala para pensar.

Un punto importante que debe retenerse es que los costes y beneficios nutritivos y ecológicos no son siempre idénticos a los costes y beneficios monetarios, medidos en «dólares y centavos». En economías de mercado como la de los Estados Unidos, bueno para comer puede significar bueno para vender, independientemente de las consecuencias nutritivas. La venta de sustitutos solubles de la leche materna es un ejemplo clásico en que la rentabilidad tiene prioridad sobre la nutrición y la ecología. En el Tercer Mundo la alimentación con biberón es desaconsejable porque, a menudo, la fórmula se mezcla con agua sucia. Además, la leche materna es preferible porque contiene sustancias que inmunizan a las criaturas contra muchas enfermedades corrientes. Es posible que las madres obtengan un ligero beneficio al sustituir la leche materna por el biberón, ya que éste les permite dejar a sus hijos al cuidado de otra persona mientras buscan trabajo en alguna fábrica. Pero al reducir las mujeres el período de lactancia, también acortan el intervalo entre embarazos. Los únicos grandes beneficiarios son las empresas transnacionales. Con el fin de vender sus productos, recurren a anuncios que inducen a las mujeres a creer erróneamente que las fórmulas para biberón son mejores para el crío que la leche materna. Afortunadamente, estas prácticas se han interrumpido en los últimos tiempos debido a las múltiples protestas internacionales.

Como muestra este ejemplo, muchas veces los malos alimentos, al igual que los malos vientos, reportan algún bien a alguien. Las preferencias y aversiones dietéticas surgen a partir de relaciones favorables de costes y beneficios prácticos; pero no afirmo que la relación favorable sea compartida de forma equitativa por todos los miembros de la sociedad. Mucho antes de que existieran reyes, capitalistas o dictadores, las distribuciones desproporcionadas de los costes entre mujeres y niños y de los beneficios entre varones y adultos no eran algo fuera de lo común, punto sobre el que volveremos en varios de los próximos capítulos. Asimismo, en aquellas sociedades en que existen clases y castas, la ventaja práctica de un grupo puede ser la desventaja práctica de otro. En tales casos, la capacidad de los grupos privilegiados para mantener altos niveles de nutrición sin compartir su ventaja con el resto de la sociedad equivale a su capacidad para mantener a raya a los súbditos en el ejercicio del poder político.

Todo esto quiere decir que no es asunto fácil calcular los costes y beneficios que subyacen a las preferencias y evitaciones alimentarias. Se debe insertar cada producto alimenticio desconcertante en el marco de un sistema global de producción alimentaria, distinguir entre las consecuencias a corto y a largo plazo, y no olvidar que los alimentos no son sólo fuente de nutrición para la mayoría, sino también de riqueza y poder para una minoría.

La idea de que los hábitos alimentarios son arbitrarios se ve reforzada por la existencia de preferencias y evitaciones desconcertantes que casi todo el mundo considera poco prácticas, irracionales, inútiles o nocivas. Mi estrategia en este libro será asaltar estas ciudadelas -conquistar los casos más desconcertantes- y demostrar que pueden explicarse mediante elecciones relacionadas con la nutrición, con la ecología o con dólares y centavos. Es posible que algunos sospechen que he elegido solamente aquellas ciudadelas de la arbitrariedad cuyos

defectos mortales conocía de antemano. Hago constar que esto no es verdad. Cuando empecé con cada uno de estos casos, estaba tan desconcertado como cualquiera y no tenía ideas previas con respecto a dónde pudiera encontrarse la solución. De hecho, he elegido precisamente aquellos casos que más me interesaron porque parecían contradecir mis premisas fundamentales.

Permítaseme reconocer, ante todo, que solamente abordaré una pequeña fracción de los hábitos alimentarios enigmáticos de la humanidad. Dado que el número de rompecabezas adicionales es desconocido y completamente abierto, no puedo demostrar mediante una muestra aleatoria de casos que, en general, lo que come la gente se basa en razones prácticas. La solución satisfactoria de unos cuantos enigmas desconcertantes no garantiza el éxito con los restantes. No obstante, sí sugiere que los escépticos deberían ser más escépticos por lo que respecta a las costumbres alimentarias poco prácticas, irracionales, inútiles y nocivas que practiquen con mayor preferencia. Si todo el mundo arrojara la toalla al primer dato desconcertante, nunca se encontrarían soluciones a los problemas difíciles. Y entonces todas las cosas del mundo parecerían, en buena medida, arbitrarias, ¿no? Pero pasemos al primer enigma. Que el pudding constituya la prueba.


 

Fragmento cedido para promoción por los editores del libro Bueno para comer. Marvin Harris. Colección: Área de Conocimiento: Ciencias Sociales. Traducción: Joaquín Calvo Basarán y Gonzalo Gil Catalina. Editorial Alianza. 1999, Barcelona.   




 

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Marvin Harris (EUA, 1927 - 2001) fue un antropólogo estadounidense conocido por ser el creador y figura principal del materialismo cultural, corriente teórica que trata de explicar las diferencias y similitudes socioculturales dando prioridad a las condiciones materiales de la existencia humana.

Después de la publicación de El desarrollo de teoría antropológica en 1968, Harris ayudó a centrar el interés de los antropólogos en las relaciones entre cultura, ecología, tecnología y demografía y en la necesidad de fundamentar la antropología en una base científica durante el resto de su carrera. Fue un prolífico escritor y muchas de sus publicaciones obtuvieron una amplia difusión entre lectores legos.

A lo largo de su vida profesional, Harris tuvo un público fiel y numerosos críticos. Se convirtió en uno de los fijos en las reuniones anuales de la American Anthropological Association (AAA), donde sometía a los asistentes a intensos interrogatorios en la sala. Es considerado un generalista, que tenía interés por los procesos globales que intervienen en los orígenes del ser humano y la evolución de las culturas humanas.

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