Transas con olor de santidad (la del estadio León y las otras)
"Los hay más vivos, que contando con la información que les da un alto funcionario con el que juegan al golf o al dominó, compran a precio de ganga los terrenos en los que saben se busca construir una armadora de autos extranjera o cualquier cosa similar..."
A los transas cínicos, burdos, es fácil descubrirlos y ponerles un etiqueta. No disponemos en estos tiempos de una mejor caricatura de político corrupto que la del inefable Duarte, acompañado en el mejor papel secundario por su distinguida esposa. Son cacos prototípicos, y lo eran desde años antes, a pesar de que sus comparsas del gobierno federal se hayan hecho de la vista gorda el tiempo necesario para que escurrieran el bulto. En México, desgraciadamente, tenemos muchos de esos, como mala hierba que uno cree haber extirpado y vuelve con las primeras lluvias.
Para documentar nuestro pesimismo, quiero escribir hoy de otros bandidos, que no son tan burdos, y que incluso transitan por la vida con aura de inocencia; parecen –y sospecho que en algunos casos lo creen ellos mismos– ser buenas personas. Algunos hasta pasan por filántropos, porque distribuyen parte del botín en obras pías. No todos logran mantener esta imagen, pero rara vez son señalados y rara vez pisan la cárcel, o al menos, no a causa de estos pecadillos. Su modus operandi les permite aprovechar las leyes para transar siempre dentro del marco legal. Eso no les quita, desde un punto de vista ético, el merecido calificativo de ladrones, o por lo menos, de aprovechados.
Tal es el caso de los especuladores que, contando con información privilegiada, compran terrenos a los costados de las avenidas proyectadas. Compran a precio de terreno agrícola y al paso de unos cuantos años las tierras multiplican su valor, en buena medida por la plusvalía que le dan las obras que se pagan con dinero público. Los hay más vivos, que contando con la información que les da un alto funcionario con el que juegan al golf o al dominó, compran a precio de ganga los terrenos en los que saben se busca construir una armadora de autos extranjera o cualquier cosa similar. En cosa de meses pueden hacer un negocio que cuadruplica su inversión. Otros hay que compran los terrenos por donde saben que pasará una nueva vialidad, autopista, eje metropolitano, de tal forma que al tratar de liquidar las afectaciones por la obra, el gobierno se encuentra con dueños nuevos, dispuestos a ordeñar hasta el último centavo a las arcas municipales o estatales.
En todos estos casos sabemos que los vivales se aprovechan de información privilegiada y terminan esquilmando a los propietarios originales, frecuentemente campesinos, y al erario, que es una forma de decir “a todos los demás”, porque el erario se hace con el dinero de todos. Pero en la práctica estos bribones redomados pueden ir a misa los domingos sin necesidad de confesar sus culpas, porque en ningún momento han violado la ley. No hay forma, con las leyes que tenemos, de comprobarles nada. Lo que es evidente, y se nota a leguas, son las fortunas amasadas de la noche a la mañana, y los negocios fantásticos que parecieran deberse a la benevolencia de la diosa romana fortuna: “Fíjate qué suerte tuvimos. Recién compramos los terrenos y empezaron la construcción de la avenida”.
Podemos ampliar la lista de pecados no confesados: los que se benefician con información sobre contratos y subastas; los que crean empresas que de la noche a la mañana, por puritita suerte, ganan la licitación para vender al gobierno productos que en su vida habían vendido a nadie.
Es difícil seguir la huella al litigio por el Estadio León, y muy complicado dictar sentencia desde la ignorancia legal, porque los embrollos y recursos obtusos en el manejo de las leyes son la especialidad de esta clase de timadores. Pero como ciudadano de a pie, lo que uno no alcanza a entender es cómo fue que un estadio, construido con recursos públicos y la venta de palcos, en un terreno que era propiedad del Gobierno del Estado, que es lo mismo que decir de todos nosotros (perdón por insistir), termina en manos de unos particulares. La banda de facinerosos que han movido este caldo está formada por gente tan dilecta como el señor Zermeño y el señor Ahumada, ambos inquilinos temporales del sistema carcelario mexicano. Pero seguramente hay más responsables que ayudaron a tejer el enredo por el que un bien público, que se construye con fines públicos, pueda ser reclamado por estos malhechores.
El cuento del estadio no ha terminado, pero se gane o se pierda, el asunto de fondo es cómo combatir esta plaga de ratas que se alimentan, permanentemente, de ciudadanos desprevenidos, de políticos ineficientes o corruptos y, al final, de todos nosotros. Mientras tanto los culpables caminan entre nosotros, con “olor de santidad”, frase que describe, según la Iglesia, el perfume agradable que emana de un cadáver putrefacto.