Llegando el fin
Francisco Rangel
Por alguna razón, mientras todos se abrazan y se enojan y estallan cada fin de año, yo suelo quedarme quieto. Sólo para observar cómo hacen sus cosas los demás. Así pude ver los diferentes rituales de varias personas que conozco. Supongo que todos tenemos, no sólo los ritos religiosos (esos que nos reúnen con la comunidad), sino aquellos que son casi íntimos, los que nos hacen ser lo que hacemos a diario.
Por ejemplo mi abuela solía llevar sus velas a bendecir el día 31 de diciembre y ponerlas cada día primero de mes a San Martín Caballero, el que está vestido de soldado romano, montado a caballo y le obsequia su capa a un hombre pobre casi desnudo. También solía “robar” un poco de alfalfa al verdulero, que después ponía en un vaso con agua. Lo que me parecía gracioso era que el señor de la verdura ponía la alfalfa para que la gente la sustrajera; era un acuerdo tácito: usted me compra la verdura y hago como que me quita la alfalfa para su santo. Ella no era la única; en el mercado la mayoría de los comerciantes tenían al santo y la misma extraña costumbre. No sé si lo hacía todo el año, pero los fines era muy notorio. A eso de las diez de la mañana uno podía observar todos los pequeños altares con su vela encendida y con sus ramas frescas de alfalfa. Recuerdo que le pregunté a mi abuela el porqué se hacía eso. Me respondió que eso no se preguntaba, nomás había que hacerlo y punto.
Una de mis tías solía vestir con una calceta de un color y otra distinta. Cada treinta y uno era lo mismo. Otra, usaba debajo de la ropa una cinta roja a la altura de la cintura. Cuando le pregunté a la primera me dio un coscorrón y me dijo metiche; la segunda me dijo que era para evitar el mal de ojo, y que se usaba desde el día veintiuno hasta el doce de enero, que habían pasado las primeras cabañuelas. No sé ustedes, pero con el coscorrón quedé conforme.
Mi madre tenía otros muy distintos. El día que se lleva a bendecir el niño Jesús, ella iba con un niño que compraba momentos antes, lo ponía en una charola. Debajo del niño ponía tres monedas de cualquier denominación con un pedazo de tela roja. Y un montón de dulces. Después de la bendición regalaba los dulces, el muñeco y hacía una bolsita con la tela roja donde ponía las monedas que permanecían en su monedero. Siempre trataba de hacerlo a solas, que nadie se enterara; pero como se hacía cada año lo noté. Ahí ni pregunté.
Mi abuelo, el padre de mi madre, no se quedaba atrás. Entre junio y julio compraba dos o tres chivos. Los alimentaba a base de alfalfa y agua limpia. A cierta edad los llevaba al veterinario: vacunas, vitaminas y lo que necesitaran. Dos o tres veces por semana, mandaba a mi tío a que caminaran en los sembrados cercanos a su casa. No sé si los bañaría, tampoco lo dudo. El día veintitrés de diciembre sacaban a uno de los chivos, para que no se pusiera “nervioso”. Al otro le acariciaba, le daba las gracias, le cantaba alguna ranchera y lo montaba. Mientras lo detenía con las piernas, con una mano levantaba su cabeza, en la otra, el cuchillo que había afilado un día antes, cortaba de tajo el cuello del animal. Siendo niño, me pedía que pusiera una cubeta para la sangre. El chivo moría casi al instante, se desangraba a una velocidad increíble. La primera vez no pude más que llorar. Recuerdo que me quedé como estúpido mientras se desangraba, después lloré imparable. Él me dijo, te entiendo, uno quiere un montón a sus animales. Por eso hay que darles las gracias cuando los matas para comer. Los matas, no los maltratas. En ese momento tenía tres años.
Después tomaba el chivo de una pata trasera y lo colgaba para que se desangrara todo el día. Con los años, observé que donde caía la primera gota de sangre mi abuelo enterraba el cuchillo. No lo sacaba de allí, hasta el otro día. Con hojas de afeitar le hacía una incisión en la pata que estaba colgada y comenzaba a soplar. El animal se inflaba como globo. Sacaba el cuchillo enterrado y comenzaba a quitar la piel, después destazaba pieza por pieza. Nunca se usaba otra herramienta que no fueran sus manos y su cuchillo para desarmarlo. Las entrañas se lavaban muy bien, con ella se haría el menudo del 25. La carne duraba enterrada desde las diez de mañana hasta una media hora ante servirse a toda la familia. Un día antes mi tío y yo hacíamos un par de hoyos en la tierra, de un metro y medio de profundidad. El 24, mientras mi abuelo le quitaba la zalea al chivo, mi tío prendía un fuego criminal y asaba en él, muy rápido, unas hojas de maguey. Todo esto sucedía en la madrugada, pues cuando salía el sol el chivo ya estaba en su bote, listo para volverse en las próximas horas barbacoa. A la semana después se repetía el ritual.
Viendo esto a la distancia, entiendo por qué desconfió de lo que como, de cómo lo preparan. Quedé prendado de la materia prima con la que hacemos la comida. Hoy la observo como el ritual que me une a mi familia, a mi familia extensa: todos esos amigos que suelen visitarme y me encanta hacerles de comer. Pero también veo lo peor de mí. Mis costumbres aún salvajes, ese loco furioso (como suele decirme un amigo) que sale muy seguido a pasear en mis carnes. Y pues así, nos vemos el próximo año.