Es lo Cotidiano

ESTA NOCHE LOS MUERTOS VIAJAN DE PRISA [I]

Del diario de Quincey Harker

Bernardo Monroy

BERNARDO
Devil’s Acre, Londres
Del diario de Quincey Harker

31 mayo, 1897

 

Mi pareja y yo caminamos por las calles de Devil’s Acre, uno de los barrios más decadentes y miserables de Londres. Nos desplazábamos entre edificios derruidos, charcos de lodo mezclados con excremento de caballo, rameras infectadas de sífilis, vagabundos alcoholizados y niños con mocos secos adheridos a sus rostros. Llegar a nuestro destino ha sido una proeza, reconozco, admirable. Quizá no al nivel de mi padre cuando era joven y llegó a Transilvania, o cuando sus valerosos compañeros, encabezados por mi padrino Abraham, salvaron a mi ahora difunta madre de aquel seductor de alma oscura y sed de sangre.

La niebla ofuscaba nuestra visión. En parte se debía más al humo de las fábricas que a las causas naturales. Era un hecho que la naturaleza estaba a punto de ser violada como una doncella por nuestros enemigos, que sin ningún problema podían transformar su naturaleza a voluntad. Debía reconocer que tenía mucho miedo. Tan sólo tengo diecinueve años, y mi hermosa acompañante veintidós. Para los estándares de Inglaterra somos adultos, pero para nuestra santa labor a la que nos dedicamos, somos apenas espermatozoides entrando al óvulo, si me permites una analogía tan vulgar, querido diario.

Le preguntamos a una prostituta por la fiesta que organizaba Tannhäuser, nombre clave del inmortal en cuestión. La mujer, que usaba un sombrero morado y un vestido rojo como la hemoglobina a la que nuestros enemigos eran adictos, soltó una carcajada, despidiendo un aliento fétido y mostrando una dentadura amarillenta y desfigurada.

-No es difícil, mis niños. Simplemente, déjense guiar por el olor a opio –y sin más, nos dio la espalda, perdiéndose entre los estrechos callejones de Devil’s Acre.

Me aferré a mi gabardina, como si estuviera desnudo y no llevara nada más. En sus pliegues se encontraba mi armamento: una estaca de madera de roble, crucifijos, frascos con ajo y agua bendita y por supuesto, el arma más preciada de todas: un cuchillo Bowie. Pero no cualquier cuchillo. ¡Se trataba de un cuchillo histórico, verdaderamente histórico!

El arma con la que el caballero en cuyo honor fui bautizado con este nombre, Quincey Morris, mató al vampiro más temible de todos los tiempos.

El arma que mató al Conde Drácula.

Así es, Querido Diario. Tú ya lo sabes, pero algún amable lector que se tome la molestia de leer tus páginas y mis palabras, posiblemente no, puesto que la terrorífica historia en la que mi familia y sus amigos se vieron envueltos acaba de ser publicada a nombre de un caballero llamado Bram Stoker. Soy un cazador de vampiros, ahijado de Abraham Van Helsing e hijo de Jonathan Harker.

Mi madre murió a los pocos años de dar a luz. De cualquier forma, mi padre no sintió la pérdida en demasía. Su relación nunca volvió a ser lo mismo después de su encuentro con el infausto conde. Mi padre ha vivido lleno de rencor y odio hacia la sociedad londinense, que lo juzgó por creer que mi madre era poco menos que una ramera, al igual que la difunta Lucy Westenra, cuando en realidad, fueron obnubiladas por el influjo de Drácula. En cuanto cumplí ocho años, mi padre me llevó con mi padrino. A primera vista era un anciano de más de sesenta años, vestido con un traje café y un sombrero ancho de color negro, que le cubría su rostro. Se lo quitó y me saludó con un apretón de manos. Totalmente diplomático, carente de afecto y cariño: como debe ser el trato entre caballeros.

-Quincey –me dijo-. Él es Abraham Van Helsing. Hace años, él fue nuestro mentor para acabar con Drácula. Acompañados de John Seward, Lord Godalming, Quincey Morris y tu amado padre, acabamos con él, salvando no sólo a tu madre sino a toda Inglaterra, de que se propagase la peste del vampirismo. Drácula murió, pero los vampiros siguen vivos. Nombres como la condesa Karnstein, Lord Ruthven, o en las ciudades americanas de Nueva Orleans y México, seres como Lestat de Lioncourt o el conde Duval siguen haciendo de las suyas, y tu deber sagrado es matarlos. En memoria de tu madre y de todo lo que es puro.

Le dije a mi padre que no quería ser cazador de vampiros. Yo soñaba –y sueño, hasta el día de hoy- con ser un novelista social como el señor Dickens. Mi padre me dio una bofetada, y me dijo que debería sentirme honrado por ser aprendiz de uno de los hombres más brillantes de Europa, junto con James Moriarty, el Señor Holmes o Alexander Hartedgen, quien se dice era un viajero del tiempo. Sin decir más, me dejó al cuidado de Van Helsing.

No volví a ver a mi padre sino hasta los dieciocho años.

Entretanto, mi padrino me entrenó en las artes de la cacería de vampiros. Maté mi primer nosferatu a los quince años, cuando me introduje en el famoso cementerio de Highgate, famoso en Londres por ser uno de los centros de avistamientos de bebedores de sangre más famosos del mundo. Allí enterré una estaca por primera vez, en el pecho de un niño de seis años. Mi padrino me advirtió no dejarme engañar: no era un ser indefenso, sino un monstruo. Cuando Lucy Westenra fue convertida en vampiro por el conde, hizo desaparecer a muchos niños, creando una epidemia de pequeños vampiros. Ahora nuestro deber era acabar con ellos. Para mí, lo reconozco, Querido Diario, fue un tormento sostener al pequeño mientras él me veía furioso, siseando como una serpiente y mostrando sus afilados colmillos, mirándome con unos ojos tan rojos como rubíes. Repetimos el proceso cada noche, hasta que nos topamos con una muchacha que se dedicaba a la misma labor que nosotros. Cazar vampiros era una labor tan sucia como limpiar chimeneas, y tan insigne como ser clérigo anglicano; sólo los más atrevidos y valientes osaban dedicarse a ello. Aquella muchacha debía ser alguien muy especial. Dijo llamarse Samantha Adler. Mi padrino abrió los ojos y se llevó la mano a la boca.

-Increíble. La hija de Irene Adler –exclamó, asombrado.

-Usted debe ser el famoso Van Helsing –respondió, con indiferencia.

Samantha ni siquiera respondió con una reverencia; se limitó a sonreír con arrogancia. Era una mujer como ninguna otra había conocido: hermosa, arrogante, libre de ataduras sociales. Juntos nos dedicamos a cazar vampiros a lo largo de Europa. Poco a poco afinábamos nuestro estilo, y recibíamos asesoría de mi padrino. Él nos dio el consejo más útil que se le puede dar a un cazador de vampiros:

-Recuerden que los muertos siempre viajan de prisa. En varias ciudades de Europa se celebra la Noche de Walpurgis, Valborgsnatta en noruego,  Valborgsmässoafton en sueco, Walpurgisnacht en alemán, del 30 de abril al 1 de mayo. Es cuando todos los seres sobrenaturales se liberan y hacen de las suyas contra los mortales. Se suele decir en tierras germanas que hay que tener sumo cuidado, porque  Denn die Toten reiten schnell. Es decir, los muertos viajan de prisa. Para nosotros, los asesinos de vampiros, cada noche los muertos viajan de prisa. Nunca lo olviden.

Y nunca lo olvidamos. Ni siquiera esta noche de 31 de mayo, mientras caminábamos a esa fiesta a la que asistirían tres de los vampiros jóvenes más importantes de Londres.

Hace apenas unos días, apreció publicada en todas las librerías de la ciudad la novela Drácula, escrita por un tal Bram Stoker, secretario personal del gran actor Henry Irving. El libro transcribía todos los documentos de mi padre y sus amigos, incluyendo, al final de la obra, la carta que mi madre me escribe. Odié a mi padre por hacer pública nuestra vida íntima. ¡Aquellos eran escritos personales! ¡Era la historia que nos había acontecido y nadie más debía conocer! Mi padre me dijo que lo hacía para que todo mundo se cuidara del mal del vampirismo. Lo que él ignoraba es que ese nefasto señor Stoker publicaría los documentos como si se tratara de una novela. Aquellos fragmentos de diarios, aquellos recortes de periódicos, aquellos telegramas… todo era para los lectores una ficción, un invento.

Afortunadamente, Drácula será un libro intrascendente. Que al cabo de unos años nadie recordará. Tengo total certeza de ello.

Nos topamos con una enorme puerta de metal, ubicada al fondo de un callejón. Un hombre tan ancho como un carruaje y de poco más de dos metros nos recibió, con gruñidos y rostro de nula cortesía. Le mostramos nuestras invitaciones, impresas en un papel perfumado:

 

El señor Tannhaüser tiene el honor de invitarlos a su fiesta exclusiva, en el 18 de Huysmans Street, Devil’s Acre.

 

El hombre nos arrebató la carta y entramos a la enorme bodega que servía como lugar para la fiesta.

Al fondo, pudimos ver al señor Tannhaüser. Parecía no tener más de veinte años, su cabello era negro y largo, vestía como todo un dandy. Un muchacho joven, casi pubescente, acariciaba su pecho, y una mujer de más de treinta frotaba su miembro viril. Estuve a punto de vomitar ante semejante espectáculo de depravación y falta de respeto a las normas dictadas por Su Majestad, la Reina Victoria.

 

Siguiente entrega: Carta de Samantha Adler a su madre Irene

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