Hércules, los independientes y la ‘Cinta Pato’
"Sólo les faltó añadir a los requisitos para las candidaturas ciudadanas en su estado, matar al León de Nemea y despojarle de su piel impenetrable..."
Los candidatos independientes no son una novedad. De hecho, los partidos políticos no existieron como los conocemos ahora, sino hasta 1911, por lo que todos los candidatos anteriores a esa fecha fueron, en la práctica, independientes. Y todavía más: hasta 1949 existían como posibilidad en nuestra disimulada democracia de esa época. Pero ahora los diputados poblanos se han puesto de acuerdo (no todos, hay qué decirlo) y se disponen a acabar con tan terrible amenaza, endureciendo las ya de por sí disparejas condiciones para los candidatos independientes. Sólo les faltó añadir a los requisitos para las candidaturas ciudadanas en su estado, matar al León de Nemea y despojarle de su piel impenetrable; matar a la Hidra, la serpiente policéfala; capturar al Toro de Creta, padre del Minotauro; robar las yeguas carnívoras de Diómedes; capturar al Can Cerbero y quitarlo de las puertas del inframundo... y otras más que podría haber aconsejado Euristeo, que ideó esas pruebas contra su temible y envidiado primo Hércules, hijo de Zeus. Tan temible, al parecer, como son los independientes para el legislativo poblano.
El miedo es la reacción ante una amenaza que parece superior a nuestras fuerzas. Un miedo natural se dispara ante un perro grande, pero se contiene ante un cachorro. Hay, desde luego, miedos enfermizos y aprendidos hacia seres más pequeños e inofensivos. Parece ser que algunos políticos tenían menos miedo a los independientes, hasta que vieron que en verdad mordían. ¿A qué le temen?
Hay argumentos razonables. Es verdad que los independientes pueden ser la puerta de entrada a candidatos que aprovechen su poder –económico, mediático– y que sean realmente malos. Para muestras, el flamante alcalde de Cuernavaca, Cuauhtémoc Blanco, o la actriz diputada Carmen Salinas. Claro que ante esto habría qué decir que los partidos políticos no son y nunca han sido una garantía en contrario; véase si no la pléyade de esperpentos que ellos han sentado en las curules de las cámaras: ¿habrá independientes más malos que Jorge Kahwagi o el niño verde? Pero lo peor del argumento es que se basa en el supuesto de que en la democracia, en realidad, el demos es siempre un menor de edad que debe ser limitado en sus elecciones. El peligro de que la democracia, no sólo los independientes, puedan poner a alguien muy malo en el poder, es real. Pero los pueblos deben aprender de su experiencia; no hay de otra.
Otra justificación del miedo es que los independientes, al llegar al poder, no tendrán alianzas suficientes para gobernar. Eso también es verdad. Parte del supuesto de que los partidos, una vez frente al independiente en el poder, estarán más preocupados en hacerle la vida de cuadritos, que en buscar acuerdos y coincidencias con él, para bien de la ciudadanía. Es muy probable que ese supuesto se cumpla, pero argumentar eso desde un partido político es de un cinismo escalofriante, que refuerza la idea de hacer algo para que los de este tipo sean renovados.
También se dice que los independientes no cuentan con un equipo, cuadros dispuestos a ocupar los puestos de administración pública con experiencia. Es verdad... aunque en eso radica también una de sus fortalezas: dar entrada a personas y grupos que han estado lejos de la administración supone una posibilidad de innovación y cambio. Los independientes, precisamente, son la oportunidad de innovar en las formas de hacer política. Está demostrado que los grandes cambios, los grandes creadores, vienen de la periferia. Los partidos políticos no cambian, no sólo porque no quieran, sino porque les cuesta trabajo imaginar otras formas de ser y de hacer política. Véase como ejemplo la repetición de rituales y discursos del viejo PRI que dice ser nuevo, contra la frescura de Pedro Kumamoto en Jalisco.
Otra crítica es que servirán únicamente para ayudar a los políticos ambiciosos que no aceptaron las reglas de su partido. También es verdad, pueden servir para eso. Pero eso puede ser visto como una válvula de escape para conflictos internos al interior de los partidos. Permiten el desahogo y la expresión de corrientes que al interior de éstos no tenían ya posibilidades. Y a los ciudadanos nos permite elegir más allá de sus muchas veces amañados y poco democráticos filtros, lo que los obligará a revisar mejor sus procesos internos de selección.
Otro argumento contra los independientes es que, al no pertenecer a un instituto político permanente, es poco probable que puedan darle continuidad a sus proyectos. Son flor de un día (de un sexenio o trienio). También es un riesgo real, pero los independientes, sobre todo si se trata de legisladores, pueden impulsar cambios en las leyes y en las formas, que vayan más allá de su paso por el poder. Sobre todo, reglas que puedan poner una cancha más pareja, en la que los partidos no sean los únicos dueños del balón. También es posible que a partir de las candidaturas independientes puedan surgir nuevos partidos, que concreten las ideas nuevas que podrían aportar los independientes, ampliando la competencia electoral.
Los independientes tampoco son la panacea, y mal haríamos en esperar demasiado de todos ellos. Los habrá buenos, malos y muy malos. Algunos serán más malos o menos buenos que otros que llegaron por la vía de siempre. Quizá la función principal que cumplen los independientes es la de llamar la atención a los partidos políticos; son un acicate que sólo los más necios y lerdos –como los diputados poblanos– se niegan a admitir. Son como la “Cinta Pato”: soluciones provisionales que deberán institucionalizarse o ser sustituidas, pero que ayudan en un momento de necesidad.
Podríamos decir –al fin- que la existencia de los independientes, además de ser benéfica, no puede ser puesta en entredicho porque, dígase lo que se diga, es un derecho de los ciudadanos a ser electos, y del pueblo a elegir a quien se le dé su regalada y democrática gana. Poner a los candidatos independientes trabas y pruebas similares a las que afrontó el poderoso Hércules, es ir contra la esencia misma de la democracia.