Robinson Crusoe: del hijo pródigo al próspero empresario
Alejandro García
I
El Robinson que llevamos dentro
Suele suceder que las voces de los padres, o de la autoridad en turno, se carguen de rencor en las situaciones límite. Generalmente pasa cuando gana la angustia o las palabras convincentes se agotan. Es una sombría presencia desde el verbo, pero va acompañada de gestos, de miradas feroces en las que chocan los fracasos, las impotencias y las ansias de nuevos mundos (cuando el consejo paternal es sustituido por la presencia fría del autoritarismo institucional, el gesto desaparece y nos apergolla la impersonalidad). Es una historia común que, por desgracia, siempre es única, irrepetible e intransferible.
En tal caso, no me llama tanto la atención la parábola del hijo pródigo, el alejamiento y el retorno triunfal, sino ese recóndito deseo de que ojalá te vaya mal, aunque sea poquito, pues sólo de esa manera se justificaría mi enojo. Se trata de un perverso instinto de muerte —si te vas te mueres, aunque sea en la mente y si te va mal, sólo yo podré salvarte y regresarte a la vida—, en donde además de necesitar que se consolide mi opinión —y el precio de esto es el fracaso del otro, del menor, del pupilo, del que se va, del que rompe— se proyecta el espectro, si no de mi fracaso, por lo menos de una vida que nos ha llamado, después de agresivos sueños, al descanso, al estatismo, a la rutina.
Por fortuna, no siempre ese deseo letal es profético, lo que conlleva a la caída de la autoridad. Pero también por fortuna, la memoria es ligera cuando nos conviene y si el retorno es triunfal, nos subimos al carro de la victoria y consideramos como nuestro el éxito. El asunto es diferente si la dimensión es familiar o social, ya que en un caso operan los vaivenes instintivos de la sangre, mientras que en el otro, todo calor se esfuma, toda razón se estrella: nos encontramos en una especie de habitación cerrada, aséptica en la que hemos sido confinados por inefables designios: no ya el dedo de Dios, sino de la objetividad científica.
El debate familiar, los encontronazos de generaciones, la lucha del individuo por ser libre es y seguirá siendo tema literario, pues encierra numerosos ángulos que difícilmente se superarán. Sin embargo, en la dimensión donde el cuerpo se somete a los caprichos —la racionalidad— de las instituciones, los nexos son contradictorios y la literatura a partir de la Modernidad encarna una posición ética de crítica a la autoridad y búsqueda del cambio y, sobre todo, crítica a las claudicaciones, pues no es posible aceptar que después de la aventura venga la voz de la moral a detener los esfuerzos de los que vienen detrás y pueden pensar y actuar de manera diferente.
II
Robinson Crusoe muestra esta polémica relación del individuo con su núcleo familiar y con su tiempo histórico:
La ruptura con la tradición
La novela abre con el deseo de escapar a una vida cómoda, asentada en el rol tradicional, con el futuro resuelto y cambiarla por una donde sea posible la aventura y el desarrollo de nuestro héroe según sus propias aspiraciones. Se respira en esas páginas iniciales ese desafío al destino, ese tentar la voz de la autoridad y la experiencia:
Dominado únicamente por el pensamiento de navegar, me resistía con tal entereza contra la voluntad paterna, contra las súplicas de mi madre y las instancias de mis deudos, que parecía había algo fatal en aquella vocación de la Naturaleza.[1]
Acorde con la vida de su autor, Robinson representa una opción diferente en un mundo que -en algunas de sus partes— se mueve con agilidad desde el descubrimiento del Nuevo Mundo y que desarrolla un comercio y nuevos espacios que proporcionan el trampolín del éxito fulminante o el fracaso absoluto —la muerte—. Frente a este jugarse el todo o nada, se erige el mundo más reposado de sus padres, quienes con el paso de los años han acumulado un capital, tendiendo más bien a aplacar cualquier intento que represente una reversa a su desarrollo. Los padres de Robinson no son la punta de la pirámide social, pero sí representan ese orden instaurado:
Díjome mi padre que yo no tenía necesidad de ganar mi subsistencia; que había formado el plan de sostenerme convenientemente en la profesión a la cual me destinaba leyes; que si no llegaba a crearme una situación próspera sería por culpa mía o de la suerte; que después de haber cumplido con su deber, manifestándome los peligros a que me arrastrarían las falsas ideas y locas empresas, no era responsable de nada ... Me aseguró que si yo daba un paso tan desencaminado, la maldición del Señor caería sobre mí.[2]
En todo caso, Robinson se convierte en un desclasado: no pertenece a ninguna de las clases tradicionales, es si acaso un aventurero. Pero al retornar de la isla, será diferente y deberá incluirse en un mundo que no ha transformado directamente, pero al que lo alcanzarán los movimientos del otro lado del océano y además Robinson Crusoe no es ya el hijo pródigo del primer naufragio, sino el personaje que llega a un espacio en el cual ahora puede influir, pues ha adquirido experiencia y riqueza. De esta manera, la original ruptura, después de muchos años, se inserta en el mundo del cual escapó. De alguna manera, la ruptura confluye, se reacomoda en la tradición:
A todo esto, yo había creado una familia; casé bien y a mi gusto, dándome Dios tres retoños: dos varones y una hembra.[3]
Robinson Crusoe encuentra la soledad
La novela es una crítica implícita a un mundo rígido, anquilosado y sin respuestas para el individuo. Robinson sabe de formas más activas de vivir y las busca. Es ya un solitario dentro de ese mundo. Con el tiempo —y con su naufragio— tendrá tiempo de encontrarse a plenitud con la soledad. Es esta experiencia la que permite desembarazarse —al menos tomar distancia— de los obstáculos del mundo en el que vive:
Ahora que debo empezar una melancólica relación de una vida solitaria, de una vida tal que quiza no haya otro ejemplo en el mundo, quiero emprenderla desde el principio, y continuarla con orden.[4]
Robinson recurre a la voz heredada, pues eso le permite sobrevivir, pero fortalece su propia voz, su mente es la medida del universo, todo cabe en ella y él es el juez omnisciente que desafía al medio natural, con el que está en contacto, y a la naturaleza humana, de la que se encuentra lejos, pero que está bajo sospecha.
Me senté en el suelo desengañado de repente, y me puse a llorar como un niño, aumentando así mi desgracia por una locura.[5]
Sin embargo, al final de la travesía ha aminorado su entusiasmo, ya que si bien ha crecido en fortaleza, algunos elementos antes negados le han sido incorporados; por ejemplo: la relación con la divinidad. De su distancia durante los años anteriores al naufragio, pasa a una cercanía, de ahí su metódica lectura de las sagradas escrituras:
¿Por qué Dios ha obrado así conmigo? ¿Qué he hecho para merecer este castigo?;[6]
Había dividido con regularidad el tiempo entre todas mis ocupaciones; mis deberes para con Dios y la lectura de las Santas Escrituras, en la cual ocupaba tres horas todos los días, llenaban la primera parte".[7]
Por lo menos se podrá decir en descargo de Robinson que al regresar a su lugar de origen, conserva su soledad y cierto afán de aventura que lo llevará a nuevos viajes después de enviudar, a pesar —o quizá precisamente por ello- de su status de hombre enriquecido.
Robinson Crusoe es un constructor
El cabeza hueca, el que desoyó la voz de sus mayores, se ordena, se convierte en un constructor. Al principio debe sobrevivir y para su buena suerte cuenta con pertrechos del barco. Más adelante levanta su casa y una fortaleza para defenderla de otros seres. Examina la isla. Domina sus miedos y recurre a Dios en su desamparo. Construye canoas, una casa alterna, siembra y cosecha cebada y arroz, trabaja de alfarero y de cestero, civiliza a un nativo, defiende a dos hombres de los caníbales y deja su obra para que sobreviva sin su presencia.
La narración se convierte en un universo cerrado, pero también en una paráfrasis de la aventura del hombre. Así Defoe nos va dando una nueva historia de la humanidad, una utopía abierta. Es decir, no se trata de la sociedad imposible que alguien imagina, se trata de un mundo modelo, en donde los problemas son manejables, en donde el destino del hombre pertenece al individuo —pese a las situaciones adversas— y el resto del entorno se somete a su voluntad. Así, la utopía está cerca, sólo se nos escapa porque el esfuerzo humano es insaciable, busca nuevas puertas siempre:
La isla contrasta con esa sociedad férrea, veneradora del pasado, en donde las posibilidades de ascenso y construcción se cierran a cada momento. Y no deja de escurrir un pensamiento pesimista: ¿sólo volviendo a partir de cero es que la humanidad puede corregir sus fallas y conflictos?
Robinson Crusoe es un pedagogo
La aparición de Viernes (Domingo en las traducciones de Espasa-Calpe y Porrúa, le permite a Robinson dar una media vuelta y comenzarse a proyectar en su caída al reposo: lo enseña, lo adoctrina.
Yo comprendía la mayor parte de aquellas señales y procuraba demostrarle que estaba muy contento con él. luego traté de hablarle y de enseñarle a contestarme. Traté también de hacerle comprender el nombre que le había puesto, que era el de Domingo, por ser éste el día de la semana en que salvé la vida. Le enseñé también a llamarme amo y a decir sí y no.[8]
Él, que renegó de las enseñanzas, debe proyectar los fundamentos que soportan su experiencia en la isla. Robinson se enfrenta al problema de la tradición y la ruptura. El, que fue un rebelde, tiene que convertirse en vehículo de tradición, pues su obra sólo así puede permanecer. Es allí donde la utopía se revela imposible, pues Robinson tiende a crear el modelo de hombre occidental: evitar el canibalismo, vestirle, el sentido de justicia, la ropa. Es cierto que hay un momento en que Crusoe deja en paz a los indios caníbales; pero es más que nada una conveniencia para pasar desapercibido.
Viernes se le presenta como el alumno, como el bárbaro que puede llegar a lindar con el hombre. Robinson lo ve con simpatía, le tiende la mano y lo hace acompañarlo a Europa.
Contradictorio y todo, Robinson Crusoe permite ver al otro, le asigna cierto respeto a ese mundo, aun cuando tienda a reivindicar el propio.
Robinson Crusoe es un comerciante
No debemos olvidar que Robinson no es un aventurero puro, sino que tiene pulsiones comerciales. Una de sus primeras experiencias le permite guardar algún dinero. Es decir, su paso siempre va acompañado de un lado práctico, emprendedor. Además, de todas sus transacciones, aún las más épicas, obtiene ganancias. En su labor de atesoramiento, obtiene ventajas de los usos y costumbres de la época, ya que a pesar de presumirlo muerto, sus socios y protectores le guardan su parte, la que cobra a su regreso, no sin antes repartir con esplendidez a sus cuidadores.
La imagen del comerciante, incluyendo a Cruose, no deja de parecer demasiado benévola
Robinson Crusoe aprende a presentar un nuevo mundo
Quizá una lectura hasta cierto punto tendenciosa —y de alguna manera empobrecedora—nos muestre un Robinson que levanta su fortaleza como símbolo de una clase pujante, incontrolable que velaba sus armas para ascender al poder. Pero en realidad, tendremos que hablar de muchos nuevos mundos, lo que en lugar de empobrecer la lectura, la enriquece:
a. Un mundo posible dentro de la utopía, si bien regido por las reglas de la competencia y el comercio.
b. el nuevo mundo del comercio y de la burguesía que se aprestaba para el ascenso al poder a finales del siglo XVIII.
c. El nuevo mundo de América, el cual es visto como parte del salvajismo, pero que también durante el siglo XVIII dará de qué hablar a partir de la Independencia de los Estados Unidos. La existencia de este universo diferente desgaja la idea de un mundo absoluto.
III
Robinson Crusoe regresa al orden
La partida de Robinson no altera el mundo que ha dejado. Pero su regreso sí lo hace. Robinson se ha transformado en una nueva fuerza, en un nuevo modelo, ya que no sólo sobrevivió dentro de un mundo solitario y primitivo, sino que además es un educador y un constructor. Robinson se convierte en el paradigma individual, pues se ha lavado de toda influencia molesta que representa el mundo totalitario, el mundo antiguo. El es la opción, el futuro. En este sentido, Robinson Crusoe se ubica perfectamente en un periodo en el cual la burguesía es vista como la parienta pobre venida a rica que no tiene lugar en la mesa de la aristocracia o de las grandes decisiones, de ahí que tenga que fabricar su propia mitología, su propia red de valores, su propio anecdotario. Y en muchos de los casos, lo que no consigue por la buena, lo arrebata por las armas.
Publicada en 1719, Robinson Crusoe se considera la fundadora de la novela moderna. En ella, palpamos ese despliegue y repliegue del hombre entre la sociedad y la voz de su conciencia, entre el héroe y el hombre de negocios. Robinson es un paradigma de los nuevos tiempos, ya que de hijo pródigo que regresa con piedad y arrepentimiento —derrotado— a los brazos del padre, asciende al triunfo del individuo. Sin embargo, este individuo viene manchado por la etiqueta de nuevo rico que le pegará la aristocracia y por la imagen de mejor postor que enseñará con el tiempo, ya que se aliará con quien le represente la victoria.
Finalmente, Robinson Crusoe es el hombre en lucha por ser libre, por trazar su propio destino. Tendrá —es cierto— que enfrentarse a numerosos peligros, a su pasado y a su presente, al orden que llama en calidad de hijo pródigo o de próspero miembro del status, pero al fin de cuentas habrá de enfrentarse —como cualquiera de nosotros— a su individualidad vencedora o doblegada.